Tras serios devaneos con la bancarrota técnica, Charly recibió por fin el dinero que, a través de Western Union, le envió su familia. Corrían tiempos mejores y los problemas se iban solucionando, aunque John había tenido que sacar dinero desde un cajero y la cartera de los otros tres componentes empezaban a padecer anorexia. Las cosas están saliendo más caras de lo que esperábamos y necesitamos una nueva inyección de la tita Master Card o controlar seriamente y uno por uno nuestros movimientos. La Costa Oeste estaba a tiro de piedra, pero un giro de 90º nos llevaría al norte y a San Francisco antes de llegar a Los Angeles.
Creíamos que debíamos abandonar la habitación a las doce de la mañana, pero a las diez el dueño del hotel, con su habitual camiseta de lamparones multicolor nos advertía que el alquiler comprendía hasta esa hora, y si tardábamos media hora más, nos cobraría una nueva noche. A la hora de la llegada todo eran alabanzas, pero cuando terminó el contrato no quedó más que un frío trato y un seco Have a nice trip por mero cumplido.
El viaje a Las Vegas comprendía el último tramo que íbamos a recorrer de la Ruta 66 como tal. Costaba desprenderse de esas inolvidables millas entre maizales, ranchos y pueblos perdidos de la mano del Boss, y de esa mítica señal de carretera que sólo volveríamos a ver una vez llegásemos a Santa Mónica, la playa soñada donde comenzó el sueño americano de tantas familias y generaciones del este en busca de la buenaventura. Disfrutamos más que nunca los pueblos a las orillas del asfalto, nos hicimos más fotos que nunca en lugares que anteriormente habíamos visto sólo en libros y documentales, y disfrutamos en una carretera que, a pesar de haber gastado centenares de millas en ella, la echábamos de menos el día en que fijábamos nuestro destino en un pueblo o ciudad y dejábamos al Pegaso pastar tranquilo. Nos enamoramos de la histórica General Store en el poblado de Hackberry, que sigue tal cual casi un siglo después, con coches desvencijados y cráneos de vaca dándonos la bienvenida a ese rancho tan particular. Conocimos en persona a Kerry Pritchard, heredero y dueño de la tienda en las últimas décadas, decoramos su tienda con nuestras pegatinas-logotipo y firmamos en su libro de visitas.
La salida de Arizona se coronaba con una estación de servicio, el Last Stop. Sus murales sobre la Ruta 66, el Area 51 y Las Vegas resultaban atractivos a los ojos del conductor, algo tan simple que, sumado al hambre acumulado por un desayuno inexistente, nos hizo pararnos a comer allí. Aquello supuso una nueva puñalada mortal a nuestras carteras, 15 dólares por un trozo de pollo con patatas o una ensalada y su bebida correspondiente. Lo más positivo de esa parada fue encontrarme con una máquina de juegos de los dorados años 80, donde maté la espera jugando al Bomb Jack,, Galaxian, Pac-Man, Kung-Fu Master… fue como volver a la infancia por unos instantes, con la misma ilusión y todo.
La Hooverdan es la presa que abastece de energía a todas Las Vegas y, aunque en fotos parece impresionante, de cerca no lo es tanto, aparte de que no hay vistas privilegiadas desde ningún punto de la carretera y nos querían cobrar siete dólares por aparcar el coche en medio de la nada. Era uno de los puntos fuertes del día y resultó decepcionante.
No pasaban muchas millas desde que cruzamos Nevada y Las Vegas se asomaban desde el horizonte. En pocos minutos se fueron acercando sus edificios más emblemáticos hasta terminar por engullirnos. Una vez dentro, la ciudad del vicio se antojaba como el Disneyland de los mayores. Me resulta imposible imaginar una persona que pase por primera vez por el Strip o calle principal de Las Vegas sin abrir la boca de asombro ante la sobredosis de grandeza, luces y sonido que desprenden esos templos de los juegos de azar, donde pasas en pocos metros de París a Nueva York, de Venecia a Egipto y de el castillo de Excalibur a la Isla del Tesoro. Una ciudad en la que lo importante es ganar, sin importar perder la humanidad en el proceso.
Nunca a lo largo del viaje habíamos llegado tan pronto a nuestro destino, exactamente a las seis de la tarde. El resort se encontraba en la Boulder Highway, que en Internet vendían a dos calles del Strip y así era, sólo que era el principio de la calle y nosotros nos alojábamos en el 6555, que es como vender un hotel en la Calle Alcalá diciendo que está al lado de la Puerta del Sol y encontrarse éste a la altura de Ascao. A pesar de todo, merecía la pena encontrarse en un complejo residencial de ese calibre a precio de motel de carretera, disfrutando de un apartamento con salón-cocina, dos baños y dos habitaciones, donde pudimos disfrutar de una vez por todas de una King Size en condiciones. Todo ello con una piscina con sus palmeritas rodeándola, y es que el lujo en Las Vegas se cobra a bajo precio al concentrarse las grandes inversiones y gastos dentro de los casinos, donde el ciudadano medio piensa que se hará millonario en una sola noche y a la larga es la ciudad del mundo con el mayor índice de suicidios de turistas.
Con todo el tiempo del mundo, disfrutamos de la piscina y la tranquilidad que otorgaba el entorno antes de comprar la cena y un par de botellitas para comenzar la noche sin hacer una gran inversión. Surgieron temas del pasado, anécdotas que avivaron el ambiente y recuerdos que, a pesar de encontrarnos a miles de kilómetros de nuestros hogares y vida diaria, señalan que la tenemos presente allá donde vamos y no olvidamos nuestras raíces. La noche era joven, tuvimos alegrías y decepciones, etapas de desenfreno y otras de cansancio, vivimos cosas que creíamos de ciencia ficción y terminamos viendo el amanecer tirados en la puerta de un casino, pero lo que pasó en ese paréntesis de seis horas fue tan surrealista y fuera de lo común que, como ciertas cosas, es mejor no contar y guardárnoslas para nosotros. Comprendimos mejor que nunca ese dicho de que lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas. Pasó todo lo que os imagináis y mucho más.
Creíamos que debíamos abandonar la habitación a las doce de la mañana, pero a las diez el dueño del hotel, con su habitual camiseta de lamparones multicolor nos advertía que el alquiler comprendía hasta esa hora, y si tardábamos media hora más, nos cobraría una nueva noche. A la hora de la llegada todo eran alabanzas, pero cuando terminó el contrato no quedó más que un frío trato y un seco Have a nice trip por mero cumplido.
El viaje a Las Vegas comprendía el último tramo que íbamos a recorrer de la Ruta 66 como tal. Costaba desprenderse de esas inolvidables millas entre maizales, ranchos y pueblos perdidos de la mano del Boss, y de esa mítica señal de carretera que sólo volveríamos a ver una vez llegásemos a Santa Mónica, la playa soñada donde comenzó el sueño americano de tantas familias y generaciones del este en busca de la buenaventura. Disfrutamos más que nunca los pueblos a las orillas del asfalto, nos hicimos más fotos que nunca en lugares que anteriormente habíamos visto sólo en libros y documentales, y disfrutamos en una carretera que, a pesar de haber gastado centenares de millas en ella, la echábamos de menos el día en que fijábamos nuestro destino en un pueblo o ciudad y dejábamos al Pegaso pastar tranquilo. Nos enamoramos de la histórica General Store en el poblado de Hackberry, que sigue tal cual casi un siglo después, con coches desvencijados y cráneos de vaca dándonos la bienvenida a ese rancho tan particular. Conocimos en persona a Kerry Pritchard, heredero y dueño de la tienda en las últimas décadas, decoramos su tienda con nuestras pegatinas-logotipo y firmamos en su libro de visitas.
La salida de Arizona se coronaba con una estación de servicio, el Last Stop. Sus murales sobre la Ruta 66, el Area 51 y Las Vegas resultaban atractivos a los ojos del conductor, algo tan simple que, sumado al hambre acumulado por un desayuno inexistente, nos hizo pararnos a comer allí. Aquello supuso una nueva puñalada mortal a nuestras carteras, 15 dólares por un trozo de pollo con patatas o una ensalada y su bebida correspondiente. Lo más positivo de esa parada fue encontrarme con una máquina de juegos de los dorados años 80, donde maté la espera jugando al Bomb Jack,, Galaxian, Pac-Man, Kung-Fu Master… fue como volver a la infancia por unos instantes, con la misma ilusión y todo.
La Hooverdan es la presa que abastece de energía a todas Las Vegas y, aunque en fotos parece impresionante, de cerca no lo es tanto, aparte de que no hay vistas privilegiadas desde ningún punto de la carretera y nos querían cobrar siete dólares por aparcar el coche en medio de la nada. Era uno de los puntos fuertes del día y resultó decepcionante.
No pasaban muchas millas desde que cruzamos Nevada y Las Vegas se asomaban desde el horizonte. En pocos minutos se fueron acercando sus edificios más emblemáticos hasta terminar por engullirnos. Una vez dentro, la ciudad del vicio se antojaba como el Disneyland de los mayores. Me resulta imposible imaginar una persona que pase por primera vez por el Strip o calle principal de Las Vegas sin abrir la boca de asombro ante la sobredosis de grandeza, luces y sonido que desprenden esos templos de los juegos de azar, donde pasas en pocos metros de París a Nueva York, de Venecia a Egipto y de el castillo de Excalibur a la Isla del Tesoro. Una ciudad en la que lo importante es ganar, sin importar perder la humanidad en el proceso.
Nunca a lo largo del viaje habíamos llegado tan pronto a nuestro destino, exactamente a las seis de la tarde. El resort se encontraba en la Boulder Highway, que en Internet vendían a dos calles del Strip y así era, sólo que era el principio de la calle y nosotros nos alojábamos en el 6555, que es como vender un hotel en la Calle Alcalá diciendo que está al lado de la Puerta del Sol y encontrarse éste a la altura de Ascao. A pesar de todo, merecía la pena encontrarse en un complejo residencial de ese calibre a precio de motel de carretera, disfrutando de un apartamento con salón-cocina, dos baños y dos habitaciones, donde pudimos disfrutar de una vez por todas de una King Size en condiciones. Todo ello con una piscina con sus palmeritas rodeándola, y es que el lujo en Las Vegas se cobra a bajo precio al concentrarse las grandes inversiones y gastos dentro de los casinos, donde el ciudadano medio piensa que se hará millonario en una sola noche y a la larga es la ciudad del mundo con el mayor índice de suicidios de turistas.
Con todo el tiempo del mundo, disfrutamos de la piscina y la tranquilidad que otorgaba el entorno antes de comprar la cena y un par de botellitas para comenzar la noche sin hacer una gran inversión. Surgieron temas del pasado, anécdotas que avivaron el ambiente y recuerdos que, a pesar de encontrarnos a miles de kilómetros de nuestros hogares y vida diaria, señalan que la tenemos presente allá donde vamos y no olvidamos nuestras raíces. La noche era joven, tuvimos alegrías y decepciones, etapas de desenfreno y otras de cansancio, vivimos cosas que creíamos de ciencia ficción y terminamos viendo el amanecer tirados en la puerta de un casino, pero lo que pasó en ese paréntesis de seis horas fue tan surrealista y fuera de lo común que, como ciertas cosas, es mejor no contar y guardárnoslas para nosotros. Comprendimos mejor que nunca ese dicho de que lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas. Pasó todo lo que os imagináis y mucho más.
5 comentarios:
molaaaaaaaaaaa!!!!!!!!!!
Perdona que cuestione eso de "disfrutar de una vez por todas de una King Size en condiciones"; queda deslavazado. Repite la operación, esta vez con una hooker local, y la narración cobrará mayor sustancia.
aunque nunca he comentado nada hasta ahora , os leo como una novela con final inacabado esperando el nuevo relato del siguiente.
Pues a parte lo de charly que es un handicap digno de pekin express lo demas es parte del viaje y seran anecdotas y recuerdos para toda la vida .Bueno o malo , respirad esos momentos casi imposibles para muchos de nosoros .
Sois nuestros embajadores y nuestros ojos .
Suerte y que sigais lo mejor popsible hasta Madrid.
Pe y el belga
A ver k pasa con Askao!
Salva.
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