Desde aquí saludamos al equipo de A buenas horas que tanto se lo curró.
En la madrugada del domingo...
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De nuevo en las ondas
Historias de la radio
Ruta 66: El blog, este domingo en Radio Carcoma
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24 horas sobre el motor de un avión: el regreso
Vuelo número 2: Martes 24 de agosto: Minneapolis - Nueva York
Vuelo número 3: Martes 24 de agosto - Miércoles 25 de agosto: Nueva York - Dublín
Vuelo número 4: Miércoles 25 de agosto: Dublín - Madrid
Los Angeles: You gonna be a star
(Pen)última parada: Los Angeles
Aunque el despertador sonaba insistentemente, no había manera de que me despertara esta mañana. Tal es así que Luke y Chusy tuvieron que subirme el desayuno a la habitación como en las estancias de lujo. Al cansancio acumulado se sumaba la pequeña tristeza de saber que ese día sería el último viaje con Perdigón, el último tramo de la Ruta y, en definitiva, el principio del final de este viaje que llevaba soñando desde hace años y que iba consumiéndose poco a poco.
Cuando todo va terminando te preguntas si merece la pena hacer una última colada con la ropa sucia o tirar con la poca limpia que te queda, si habrá que comprar un nuevo champú o tienes suficiente, si hay que sacar más dinero o si te falta algún recuerdo para alguien que te lo pidió. Eran las once de la mañana cuando marchamos del motel con un calor inédito tras dos días de frío en San Francisco.
El día no comprendió mayor aventura que un tramo de 700 kilómetros con un par de altos en el camino. El primero fue en San Luis Obispo para comer y darle de beber al Perdigón. A la hora de alquilar el coche, el tipo que nos atendió nos recomendó no echarle mucho el último día, ya que daba lo mismo si lo entregábamos con el tanque vacío, por lo que le echamos sólo 15 dólares. No sirvió de mucho, pues aún quedaba poco más de la mitad del trayecto y tuvimos que volver a echar la misma cantidad en Ventura. El segundo alto fue en Santa Barbara, pueblo famoso por la serie y que Luke creía que era el punto final de la Ruta 66 cuando éste se encontraba en Santa Monica, poco antes de llegar a Los Angeles. Habíamos venido por la Interestatal alejados de la costa, pero al salir de Santa Barbara lo hicimos por una secundaria. Ganamos unas vistas inmejorables del Océano Pacífico y una caravana de esas que hacen historia: casi 30 millas que nos hicieron recordar a nuestro querido Madrid en hora punta antes de volver a España.
Aquel incidente nos hizo descompasarnos de nuestros planes, que eran llegar a Santa Monica con toda la tarde por delante. A pesar de no tener numerosas paradas, el viaje comprendía la mayor parte del estado de California y costaba su tiempo llevarlo a cabo. Era de noche cuando por fin llegamos a la playa, y antes de ir al hotel, nos fuimos a buscar el final de la Ruta 66. Desde que empezamos la Ruta 66 camino a Saint Louis me pregunté cómo sería el final de esta carretera sin señales, si estaría abandonado su asfalto como en la mayoría de tramos de este viaje o, por el contrario, estaría mejor conservado al hallarse dentro de una gran ciudad. Mi sorpresa ha sido bastante grande al darme cuenta que la última media milla de la histórica 66 no es de asfalto, sino de madera, la del puerto de Santa Mónica. Allí, entre las luces de la feria y el gentío que pasa a su lado sin saber la mayoría qué es eso del 66 clavado en un palo. Abandonada a ojos de una gran parte de la sociedad, que ignora lo que ha supuesto esa ruta para el despegue económico de muchas familias del país que tuvieron que emigrar al Oeste en busca de la buenaventura, los últimos casos no hace ni cuatro décadas. No eran ni las nueve, pero ya era de noche y a nuestro alrededor sólo se oía el griterío y jolgorio de la chiquillería. Habíamos llegado por fin y nadie se había dado cuenta. Quisimos celebrarlo por todo lo alto, pero ese lugar significaba simbólicamente el final de nuestro gran viaje.
En el hotel nos esperaban Charly y John, que habían llegado el día antes tras su periplo en Las Vegas. El reencuentro fue bastante cálido y estuvimos contándonos nuestras peripecias desde la última vez que nos vimos cuatro días atrás. Pero al llegar a la habitación del motel, todos notamos la nostalgia que suponía que fuera la última habitación de motel en la que íbamos a dormir.
Parece que fue ayer la fiesta de despedida en Madrid, y es que el tiempo pasa realmente rápido cuando te lo pasas bien. Mañana nos espera la última jornada en Los Angeles antes de coger por la noche el avión a Nueva York. Será un día significativo, de esos que se recuerdan con el tiempo.
DATOS DE INTERÉS:
- Para llegar desde San Francisco hasta Los Angeles, viendo playas y paisajes marítimos, se debe ir por la Autopista 1 (Coastal Hway.1), que pasa por Santa Cruz, Santa María, Santa Mónica, Santa Cruz y Santa Catalina. Para ir a sitios como Long Beach y Palm Springs se debe ir una vez se llega a Los Angeles, pues está a esa altura.
Buenos días, San Francisco
San Francisco no era una ciudad común. Construida sobre siete colinas como Roma y Lisboa, estoy convencido de que es la ciudad con más desniveles del mundo. Es por eso que gran parte del recorrido por la urbe lo hicimos en coche por la mañana, subiendo calles que eran todo un calvario para todo aquel que vivía alli, pero podemos asegurar que vimos muchos menos gordos que en el resto de ciudades; por algo será. A falta de Metro, la ciudad cuenta con una surtida red de tranvías de corte clásico, pero de la potencia suficiente para subir por las citadas pendientes cargado de pasajeros. De entre todas las calles destaca la Lombard Street, que de tal pendiente que tiene en un tramo tuvieron que hacerlo en zig-zag como los puertos de montaña, con inclinaciones de más de 45º. Decorada con motivos florales en cada curva, es una de las calles más auténticas y bonitas del mundo.
Luke hizo bien en documentarse la noche anterior sobre las cosas más interesante que tenía la ciudad, pues en el mapa que cogimos en el hotel aparecían tres oficinas de información que, o no estaban donde se señalaba en el mapa, o estaban cerradas. Nos comentaron que las mejores vistas de la bahía se encontraban al otro lado del Golden Gate, en una pequeña localidad costera llamada Sausalito. El Golden Gate debe su fama mundial gracias a que es un puente muy grande y a su característico color rojo, pero la estructura no es gran cosa. Tiene más utilidad que belleza, supone una de las principales vías de salida y entrada a la ciudad con tres carriles por cada sentido y dos pasarelas para peatones. Al otro lado, efectivamente, se encuentran las mejores vistas de la bahía, la ciudad al completo con su imponente skyline y la isla de Alcatraz en medio de todo, posiblemente la cárcel más conocida, hoy día convertida en museo. Quisimos coger un ferry para verla más de cerca, pero los billetes se reservan por Internet por la demanda tan alta que tiene, siendo el principal atractivo que guarda la ciudad para todo aquel que viene de fuera.
Desde un primer momento la ciudad nos impactó por la vida que tenía. Es una ciudad de rascacielos al más puro estilo neoyorquino, pero no llegan a venirse encima de ti, provocando esa sensación de vértigo que alguna vez tuvimos en la Gran Manzana. Tiene también sus rasgos europeos, con barrios cercanos al downtown donde las edificaciones son bajas y se puede ver el cielo sin viajar al extrarradio. Por último, tiene el plus de contar con una amplia línea costera muy bien conservada, con numerosos puertos que en la mayoría de los casos ya no albergan lonjas, sino restaurantes y tiendas que dan movimiento a la zona hasta la medianoche.
Destacaba entre todas una tienda-museo de cosas increíbles, Ripley's candy and toy factory, donde había figuras de cera de personas que habían sido conocidos por hazañas como sobrevivir durante cuatro días en un coche completamente aplastado por un terremoto o pasar entre los áticos de los rascacielos colgado a una tirolina a la que se agarraba únicamente con los dientes. Su lema era Créetelo... o no. Nosotros, despertando al niño que llevamos dentro, nos metimos en un laberinto de espejos. No sabíamos dónde entrábamos, estuvimos hasta 15 minutos para hallar la salida; son cosas que, aún pasen los años, te siguen gustando.
Era bien de noche y teníamos que comprar la cena para el hotel, pero hicimos una parada obligatoria en el Hard Rock Café de la bahía. No es tan grande cómo otros que hayamos visto, pero cada Hard Rock Cafe es como un museo de la música en las últimas décadas y en todos los estilos, desde Los Beatles hasta Beyoncé, y debería ser obligatoria su visita en cada ciudad que cuente con uno.
Nos despedimos de San Francisco con la sensación de haber aprovechado bastante el día, aunque con ganas de dedicarle un día más. Sin embargo, el plan de conocer más a fondo la Costa Oeste, pasar unas horas en Santa Bárbara -donde termina la histórica Ruta 66- y terminar en Los Angeles era también una tentación que llamaba a la puerta de nuestro motel. Quisimos despedirnos de San Francisco a lo grande con un baño de madrugada en la piscina. Hay algo que no he apuntado, y es que el frío estuvo presente durante todo el día, cuanto más por la noche, y bañarse a temperaturas de 10ºC es un suicidio en toda regla. Solo Chusy y yo bajamos hasta el borde de la piscina, yo fui el que llegó más lejos metiéndome hasta la cintura. Luke, prudencia ante todo, contemplaba entretenido el espectáculo desde la ventana de la habitación. No hubo manera de darse el baño de despedida.
Entre pinos y secuoyas
Volvimos a rehacer lo andado para llegar a Lee Vining a recoger información sobre el Lago Mono, conocido por la alta concentración de sal en sus aguas, lo que te hace flotar como en el Mar Muerto y atrae a las poblaciones de gaviotas que suelen encontrarse en zonas costeras. La zona más visitada del inmenso lago es la conocida como Tufa South, donde abundan formaciones rocosas hechas de sal, tal como la pequeña isla formada en el medio del lago. Sí, el paraje es muy bonito, pero no lo es como para cobrar tres dólares para acercarse a la orilla a contemplarlo más de cerca. Por tres dólares menos lo pudimos observar desde cincuenta metros más atrás, con menos precisión, pero con una mayor perspectiva del entorno. La “playa” que había en otra parte del lago estaba plagada de una especie de mosquitos que flotaban en el agua y que hicieron imposible toda actividad allí. Yosemite nos esperaba y Luke, como jardinero que ama su oficio, estaba deseando verlo a fondo.
El Parque Nacional de Yosemite se encuentra pegado al desierto del Valle de la Muerte que habíamos recorrido el día anterior, lo cual no deja de sorprender si estamos hablando de dos polos completamente opuestos que se han atraído hasta situarse uno junto al otro. Ya desde que amaneció teníamos la sensación de encontrarnos en otro país, como Canadá o Suiza, y es que nunca habíamos relacionado a Estados Unidos con tal belleza forestal. El azul del agua se mezclaba con el verde de la pradera y los pinos, el gris de las rocas y el celeste de un cielo completamente descubierto, sin una sola nube en el ambiente. Un pintor trazaba sus primeras pinceladas a una obra mientras intentaba no distraerse con la gente que acampaba a los alrededores y los niños que no se atrevían a meterse en un lago completamente cristalino, pero helado.
Al contrario que en Death Valley, la jornada la pasamos mayoritariamente fuera del coche, haciendo numerosas paradas que comprendían desde los riachuelos más insignificantes con los que nos emocionamos al principio de la jornada hasta las cumbres más frías y con un paisaje tan arbolado que no se veía el suelo ni las carreteras que cruzaban por el bosque. Frente a nosotros se batían en duelo el Capitán y el Half Dome, las dos montañas más conocidas del parque, como lo habían hecho en los últimos milenios. Las cataratas que hay alrededor del parque alcanzan una altura de hasta 720 metros, colocándose en el tercer lugar del ranking de cataratas más grande del mundo; pero, lejos de la temporada de deshielo, el caudal es tan escaso que el agua no llega a caer al suelo, pulverizándose por el camino. Entre el conjunto de cataratas destaca la Horsetail, conocida por el extraño efecto que hace el sol de febrero sobre el agua mientras cae, simulando un chorro de fuego.
Atravesar el parque nos había costado todo el día y ya sólo quedaban dos horas de sol. Había algo que nos quedaba por ver y que Luke no quería perderse: el Mariposa Grove, una de las mayores reservas de secuoyas que existen. Tras la experiencia del Cañón del Colorado, estuvimos cerca de dos horas haciendo ejercicio del duro mientras recorríamos las sendas más recónditas del lugar para encontrar la Faithful Couple, el Giant Grizzlie el Fallen Monarca y demás ejemplares históricos que se esconden en las profundidades del bosque. En sus tiempos quisimos visitar al General Sherman, el ser vivo con más biomasa del mundo, pero desistimos al enterarnos que se encontraba a unos 600 kilómetros de nuestro paso por el parque.
El camino de bajada de las montañas era un poco más estrecho y con grandes desniveles. La falta de luz dificultaba el trayecto y una noche más llegaríamos a las mil al nuevo hotel, que distaba a unos 350 kilómetros de donde nos encontrábamos. Con la lección bien aprendida de que los restaurantes cierran muy pronto en Estados Unidos, nos paramos a comprar comida china en el pueblo de Madera. A pesar de encontrarnos en un país cuya lengua oficial es el inglés, no deja de sorprender la influencia de la cultura hispana en un territorio que en sus tiempos fue mexicano. Así, junto con los nombres de pueblos y ciudades, también muchos carteles e información de las ciudades están en español junto al inglés, haciendo la vida más fácil y llevadera a todo aquel español que no sabe otra lengua.
Tras más de media hora pensándolo, el GPS comenzó a darnos las indicaciones para llegar al hotel mientras San Francisco se divisaba al otro lado de la bahía con sus característicos rascacielos que le dan una imagen similar a la de Toronto. Aunque eran más de las doce de la noche, no llegamos hasta las dos al hotel. El GPS nos había indicado que fuéramos a San Bruno cuando el hotel se encontraba en Redwood, y es que hay calles y números que se repiten en los pueblos de la zona por compartir la misma historia en la mayoría de los casos, aunque personalmente desconozco la historia del Camino Real y por qué se lo pusieron como nombre a dos calles de poblaciones vecinas.
El cansancio acumulado vuelve a hacer mella en nosotros. Necesitaríamos otro día en blanco para descansar un poco, pero este gran viaje va tocando a su fin y no es cuestión de malgastar ni una sola hora. A la vuelta nos esperan planes tranquilos por lo general, y esta vida es muy larga para dedicarle un par de curas de sueño una vez estemos en nuestra tierra.
121ºF
Resulta sorprendente ver que una ciudad tan sobrecargada como Las Vegas pudo ser construida en medio de la nada, rodeada de poblaciones minúsculas a unas cuantas millas de su corona metropolitana y matojos y cactus al otro lado de la carretera. Los coches que nos pasaban se iban difuminando poco a poco en el retrovisor con el calor ambiental, el mismo que hacía que en la carretera aparecieran ilusiones de charcos de agua. Nos habíamos reído durante todo el mes de aquellos que nos dijeron que recorrer los Estados Unidos en agosto era un suicidio en toda regla, pero aún no habíamos atravesado el Valle de la Muerte.
Había algo que habíamos olvidado semanas atrás, y era nuestra lista de espectáculos típicos americanos para ver durante nuestra estancia. Pues bien, esa mañana asistimos involuntariamente a una persecución policial, lo que pasa es que los perseguidos éramos nosotros. Chusy al volante era la calma en persona y no se enteraba ni del NO-DO:
- Mirad tíos, la policía ha dado media vuelta.
- Hostia, no me jodas que vienen a por nosotros. Para a la derecha.
- No creo, debe haber un tiroteo en el pueblo de al lado o algo así.
- Pues acaban de encender las luces.
- Lo que yo te digo, ahora nos adelantarán.
- Sí, lo que tú digas, acaban de poner la sirena ¡¿Quieres parar, que van a creer que nos estamos fugando?!
Por fin, y casi una milla después, Chusy detuvo al Perdigón en el arcén. Una agente de policía de esas que aparecen en las películas, con su tipazo y sus gafas de espejo, se acercó a la ventanilla:
- Hola. Mostradme el carnet de conducir y los papeles del coche.
- ¿Qué es lo que ha pasado, agente?
- Que estábais circulando a 64 millas por hora en una carretera secundaria en la que el límite está a 45.
19 millas. Malditas y benditas 19 millas, sobrepasando el límite en más de 20 millas hay hasta pena de cárcel, aunque creo que todo depende del estado. A todo ello se sumaba que el coche lo habíamos alquilado con un solo conductor registrado, que era yo, y Chusy no aparecía en ningún lado del seguro ni los papeles. Un policía gordo y con bigote -sí, también de peícula, y no estoy mintiendo- me pidió la documentación por ello y empezó a disparar con una Thompson un cargador entero de preguntas: quiénes éramos, de dónde veníamos, a dónde íbamos, cuánto tiempo nos íbamos a quedar, por qué Estados Unidos, si nos gustaba el país y cómo coño íbamos al Valle de la Muerte con el calor que hacía. Finalmente, tras comunicar nuestros datos a la central, la jovencita agente volvió con nosotros.
- Tomad vuestros documentos.
- ¿Cuánto será la multa, agente?
- Por lo que habéis hecho os podría caer una multa de 165 dólares, pero esta vez sólo será un aviso. Recordad, tenéis que ir más despacio y respetar los límites de velocidad, porque lo peor es que tengáis un accidente ¡Ah! Y disfrutad de los Estados Unidos.
Nos dedicó una sonrisa tan sumamente dulce que podríamos haber muerto en el acto por diabetes. Juro que se fue a su coche patrulla contoneándose cual mujer fatal. Nos quedamos mirándonos unos instantes, intentando digerir fríamente lo que nos acababa de pasar. Lo de la buena suerte no venía escrito cuando firmamos el seguro del coche.
El desvío al Death Valley fue el adiós definitivo a la ya de por sí escasa civilización que rondaba en kilómetros a la redonda. Los únicos vehículos que se atrevían a atravesar ese desierto -sobre todo en este mes y con estas temperaturas- eran los que querían verlo, pues las carreteras no estaban en muy buen estado y existen autopistas más rápidas en las que se tarda más en rodear el desierto, pero se hace en mejores condiciones y sin poner en riesgo tu vida. Como si se tratara de un recinto cerrado, las temperaturas empezaron a subir progresivamente según nos íbamos adentrando en él, hasta tal punto que nuestras paradas no comprendían más de cinco minutos, aunque la belleza del entorno bien merecía una visita más tranquila y tomándonos más tiempo.
Ya desde nuestra primera parada en Dante’s View comprendimos por qué este desierto es de los más famosos que existen. La belleza de la nada se potencia con imágenes tan insólitas como un mar sin agua, una inmensa explanada de sal conocida con el nombre de Bad Water que llega hasta los confines del horizonte. Nos apartamos de la gente que estaba junto a nosotros unos metros y escuchamos por primera vez algo que era nuevo para nosotros en Estados Unidos: el silencio. La lejanía de las montañas impedía el eco, y la ausencia de viento también jugaba su papel. No se escuchaba nada que estuviera a más de diez metros a la redonda.
El desierto atravesaba por diversas zonas a medida que íbamos avanzando. De la parte de rocas pasaba a la de arenisca, y a medio camino de atravesarlo descubrimos la parte que nosotros consideramos más auténtica, más cercana al concepto que nosotros tenemos de un desierto: arena fina, como de playa, conformando enormes dunas cuya erosión es tan lenta que es prácticamente imperceptible.
Tan sólo había una estación de servicio con su restaurante y tienda en todo el camino que atravesamos. Tengo entendido que en Australia las gasolineras están separadas por más de 500 kilómetros y el dueño pone el precio a la gasolina según lo bien o mal que le caigas. Aquí no se llegan a esos extremos, pero el monopolio del desierto incluye poner los precios por las nubes ante la extrema necesidad de abastecer el coche de gasolina o no quedarse deshidratado con temperaturas que a esas horas superaban los 121ºF (50ºC). Nosotros además teníamos el hambre del perro del ciego y sabíamos que el siguiente restaurante lo veriamos al ponerse el sol. Total, que por una hamburguesa, unas alitas y un wrap con sus correspondientes bebidas nos cobraron 20 dólares por cabeza. Por muy alto que esté el euro con respecto al dólar, precios así equilibran la balanza y la ponen a favor del Tío Sam y todos sus esbirros.
Será porque los americanos lo tienen más que asumido y no se acercan por el desierto en estas fechas, pero el viaje estuvo plagado de españoles y, sobre todo, de italianos hasta aburrir. Estuvimos hablando un buen rato con una familia de Barcelona. La madre se había resbalado con una piedra en el Parque Nacional de Yosemite y se había roto un brazo, amén de una brecha por la que tuvieron que ponerle varios puntos en la cara. A pesar de tener cobertura internacional con un seguro privado, por mover una ambulancia 500 metros le cobraron 350 dólares, y por hacerle un par de radiografías y ponerle una escayola, 2.000 dólares más. La mujer se negó rotundamente a ser operada para que le pusieran un par de tornillos porque le cobraban 8.000 dólares más, y es que la superpotencia mundial en pleno siglo XXI no atiende ni siquiera a sus propios compatriotas si no tienen dinero para pagar un médico, algo potencialmente vergonzoso en un país del primer mundo y punto en el que les llevamos años luz de ventaja.
La jornada fue bastante dura y realizada en condiciones extremas. Perdigón pasó con una nota bastante alta su primera prueba de fuego, manteniéndonos bien fresquitos cuando se lo pedimos y realizando una etapa de 650 kilómetros por menos de 30 dólares frente a los 100 que chupaba el Pegaso en condiciones similares. El sol terminaba su jornada laboral justo cuando salíamos de los confines del desierto y aún nos quedaba una larga jornada hasta que encontráramos cobijo frente al Mono Lake.
Las temperaturas tan altas por el día se contrarrestan con un frío invernal por la noche, haciendo temperaturas inferiores a las más bajas que ofrecen los aires acondicionados. El pueblo construido a orillas del Mono Lake tenía cinco moteles y ninguno de ellos tenía habitaciones disponibles. Por primera vez no nos sonreía la suerte a la hora de buscar estancia a la aventura. El pueblo de al lado también descansaba a orillas de otro lago, el June Lake, al igual que nuestro hotel, el que mejores vistas tiene de todos los que hemos estado a lo largo de la ruta. El combinado de lago y bosque frondoso con montañas al fondo y casitas de madera para dormir resulta de lo más idílico que uno se pueda imaginar, pero al llegar la noche conforma un ambiente un tanto inquietante, a lo Crystal Lake un viernes 13, donde todo está en silencio y acojona lo suyo. Para más inri, el hotel sólo tiene wi-fi en el hall principal y el patio de la entrada, por lo que estuve hasta las dos de la mañana sufriendo temperaturas de 50ºF (10ºC) actualizando este maldito blog tras dos días sin Internet en Las Vegas mientras un crío me llama hijo de puta y otras lindezas en inglés a gritos aprovechando la oscuridad del lugar y la lejanía que le separa de mí. Porque sí, porque os lo merecéis, porque a nosotros nos hace más ilusión leer vuestros comentarios que a vosotros leer nuestros artículos, y eso ya es decir, que son más de 200 visitas diarias y nunca pensamos que esto fuera a dar para tanto. Disfrutadlo.
- En 1913, en Death Valley se llegó a los 56,6 ºC, la mayor temperatura registrada en su historia; la temperatura en Los Angeles va desde los 10 ºC de enero a los 28 ºC máxima en julio.
Doble o nada
Tras experiencias contrastadas y una tarde buscando soluciones, se encontraron dos posturas opuestas: por un lado, aquellos a los que Las Vegas les parecía un mundo aún por descubrir y querían dedicarle más tiempo para luego marchar directamente a Los Angeles y pasar un día más de lo previsto, éstos son Charly y John. Por otra parte, los que veíamos la fiesta de Las Vegas igual que la de otras partes, pero con más espectacularidad. Preferíamos conocer otras maravillas de la naturaleza como el Death Valley y el Parque Nacional de Yosemite, pasar algo más de una jornada en San Francisco antes de bajar por toda la Costa Oesta hasta Los Angeles en nuestra penúltima jornada, éstos somos Luke, Chusy y un servidor. La solución más salomónica pasó por alquilar un segundo coche y bifurcar nuestros caminos según nuestros gustos y preferencias en la escala de valores.
Otra de las cosas increíbles de Las Vegas es que su aeropuerto internacional se encuentra en pleno centro de la ciudad, junto a la calle principal, y de un nombre que sería inaceptable en España: Mc Carran International Airport. Junto a los aparcamientos se encontraban las oficinas de todas las compañías de alquiler importantes del país. De esa manera pudimos comparar los precios de cuatro compañías, que rondaban desde los 850 dólares de Alamo National hasta los 485 por el que cogimos a Perdigón finalmente. Perdigón es un Kia Forte, que no es de la clase ni el potencial del Pegaso, pero es más manejable, más juvenil y bebe mucha menos gasolina en el modo eco. Para todo aquel que se pregunte cómo es Perdigón, adjuntamos foto. No haremos tanta historia como con Pegaso, pero será recordado para siempre como el séptimo pasajero de esta ruta.
Entre unas cosas y otras, la tarde pasó volando, sobre todo en un país en el que anochece poco después de las siete de la tarde en pleno mes de agosto. La noche se antojaba más corta y menos movida que la anterior, pero queríamos aprovechar nuestras últimas horas en la tierra del vicio antes de afrontar la jornada más desértica y extrema de la aventura. Cenamos por fin en el Jack in the Box como venía Chusy pidiendo desde que entramos en Estados Unidos por recomendación del sabor de sus hamburguesas, que le encantaron. De la noche, qué decir: casinos y cansinos, una mini discoteca en un barco en la que se podían ver a jovencitas con maduritos adinerados, una joven enzarpado clavando el baile de las canciones de Michael Jackson, Cosmopolitans y Bloody Marys, una chica de Ohio que se interesó por Chusy y unos cuantos chicos del lugar que, aunque le pusieron empeño en meterse entre medias, no pudieron impedir un fugaz beso en los labios de esta pareja improvisada. A las tres de la mañana nos fuimos para casa, en seis horas estaríamos en pie y dispuestos a escribir un nuevo capítulo de esta historia. Charly y John, por su parte, escribieron la segunda parte de la noche mano a mano. A ellos les quedaban algo más de 24 horas en su particular tierra prometida antes de emprender el rumbo a Los Angeles. En cuatro días nuestros caminos se volverían a juntar.
Miedo y asco en Las Vegas
Creíamos que debíamos abandonar la habitación a las doce de la mañana, pero a las diez el dueño del hotel, con su habitual camiseta de lamparones multicolor nos advertía que el alquiler comprendía hasta esa hora, y si tardábamos media hora más, nos cobraría una nueva noche. A la hora de la llegada todo eran alabanzas, pero cuando terminó el contrato no quedó más que un frío trato y un seco Have a nice trip por mero cumplido.
El viaje a Las Vegas comprendía el último tramo que íbamos a recorrer de la Ruta 66 como tal. Costaba desprenderse de esas inolvidables millas entre maizales, ranchos y pueblos perdidos de la mano del Boss, y de esa mítica señal de carretera que sólo volveríamos a ver una vez llegásemos a Santa Mónica, la playa soñada donde comenzó el sueño americano de tantas familias y generaciones del este en busca de la buenaventura. Disfrutamos más que nunca los pueblos a las orillas del asfalto, nos hicimos más fotos que nunca en lugares que anteriormente habíamos visto sólo en libros y documentales, y disfrutamos en una carretera que, a pesar de haber gastado centenares de millas en ella, la echábamos de menos el día en que fijábamos nuestro destino en un pueblo o ciudad y dejábamos al Pegaso pastar tranquilo. Nos enamoramos de la histórica General Store en el poblado de Hackberry, que sigue tal cual casi un siglo después, con coches desvencijados y cráneos de vaca dándonos la bienvenida a ese rancho tan particular. Conocimos en persona a Kerry Pritchard, heredero y dueño de la tienda en las últimas décadas, decoramos su tienda con nuestras pegatinas-logotipo y firmamos en su libro de visitas.
La salida de Arizona se coronaba con una estación de servicio, el Last Stop. Sus murales sobre la Ruta 66, el Area 51 y Las Vegas resultaban atractivos a los ojos del conductor, algo tan simple que, sumado al hambre acumulado por un desayuno inexistente, nos hizo pararnos a comer allí. Aquello supuso una nueva puñalada mortal a nuestras carteras, 15 dólares por un trozo de pollo con patatas o una ensalada y su bebida correspondiente. Lo más positivo de esa parada fue encontrarme con una máquina de juegos de los dorados años 80, donde maté la espera jugando al Bomb Jack,, Galaxian, Pac-Man, Kung-Fu Master… fue como volver a la infancia por unos instantes, con la misma ilusión y todo.
La Hooverdan es la presa que abastece de energía a todas Las Vegas y, aunque en fotos parece impresionante, de cerca no lo es tanto, aparte de que no hay vistas privilegiadas desde ningún punto de la carretera y nos querían cobrar siete dólares por aparcar el coche en medio de la nada. Era uno de los puntos fuertes del día y resultó decepcionante.
No pasaban muchas millas desde que cruzamos Nevada y Las Vegas se asomaban desde el horizonte. En pocos minutos se fueron acercando sus edificios más emblemáticos hasta terminar por engullirnos. Una vez dentro, la ciudad del vicio se antojaba como el Disneyland de los mayores. Me resulta imposible imaginar una persona que pase por primera vez por el Strip o calle principal de Las Vegas sin abrir la boca de asombro ante la sobredosis de grandeza, luces y sonido que desprenden esos templos de los juegos de azar, donde pasas en pocos metros de París a Nueva York, de Venecia a Egipto y de el castillo de Excalibur a la Isla del Tesoro. Una ciudad en la que lo importante es ganar, sin importar perder la humanidad en el proceso.
Nunca a lo largo del viaje habíamos llegado tan pronto a nuestro destino, exactamente a las seis de la tarde. El resort se encontraba en la Boulder Highway, que en Internet vendían a dos calles del Strip y así era, sólo que era el principio de la calle y nosotros nos alojábamos en el 6555, que es como vender un hotel en la Calle Alcalá diciendo que está al lado de la Puerta del Sol y encontrarse éste a la altura de Ascao. A pesar de todo, merecía la pena encontrarse en un complejo residencial de ese calibre a precio de motel de carretera, disfrutando de un apartamento con salón-cocina, dos baños y dos habitaciones, donde pudimos disfrutar de una vez por todas de una King Size en condiciones. Todo ello con una piscina con sus palmeritas rodeándola, y es que el lujo en Las Vegas se cobra a bajo precio al concentrarse las grandes inversiones y gastos dentro de los casinos, donde el ciudadano medio piensa que se hará millonario en una sola noche y a la larga es la ciudad del mundo con el mayor índice de suicidios de turistas.
Con todo el tiempo del mundo, disfrutamos de la piscina y la tranquilidad que otorgaba el entorno antes de comprar la cena y un par de botellitas para comenzar la noche sin hacer una gran inversión. Surgieron temas del pasado, anécdotas que avivaron el ambiente y recuerdos que, a pesar de encontrarnos a miles de kilómetros de nuestros hogares y vida diaria, señalan que la tenemos presente allá donde vamos y no olvidamos nuestras raíces. La noche era joven, tuvimos alegrías y decepciones, etapas de desenfreno y otras de cansancio, vivimos cosas que creíamos de ciencia ficción y terminamos viendo el amanecer tirados en la puerta de un casino, pero lo que pasó en ese paréntesis de seis horas fue tan surrealista y fuera de lo común que, como ciertas cosas, es mejor no contar y guardárnoslas para nosotros. Comprendimos mejor que nunca ese dicho de que lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas. Pasó todo lo que os imagináis y mucho más.