En la madrugada del domingo...


Ya tenemos en nuestras manos (o mejor dicho, en nuestros PCs) el podcast de la última aparición de Ruta 66: El blog en la radio, correspondiente al programa A buenas horas que la cadena COPE emitió el pasado domingo a eso de las 5:30 de la mañana. Como nos consta que muchos de vosotros no pudísteis escucharlo por las horas que eran (la audiencia hispanoamericana lo tuvo más fácil), lo colgamos aquí, tal como hicimos con el especial de SanBlaseros por el Mundo de Radio Carcoma. Se trata de una entrevista vía telefónica a un servidor, redactor de este blog, en la cual se tocaron los temas más importantes para hacer un viaje en condiciones, tales como el precio del mismo, los puntos interesantes y los inconvenientes de la travesía. Son poco más de cinco minutos de la hora que dura el programa, por lo que, si queréis escucharlo directamente, se encuentra entre los minutos 25 y 33.

Desde aquí saludamos al equipo de A buenas horas que tanto se lo curró.

Para escuchar el podcast pincha aquí.

De nuevo en las ondas




Tras la tarde tan amena en los estudios de Radio Carcoma, Ruta 66: El blog vuelve a la radio, esta vez en el programa A buenas horas de la Cadena COPE, dirigido por María José Navarro. El programa incluye la sección Una vez en la vida, que cuenta -como su propio nombre indica- experiencias que se deben tener al menos una vez en la vida, y en el programa de este domingo le toca el turno a la mítica Mother Road. Para aderezar la tertulia entraremos vía telefónica para contar de primera mano lo que se siente sobre el asfalto de la 66 y los puntos más significativos de nuestra aventura. Habrá que madrugar, pues el programa se emite de 5:00 a 6:00 de la mañana, pero podemos asegurar que merecerá la pena.

El programa se puede escuchar a través de la web de COPE o a través de la AM/FM. Puedes consultar cuál es el dial de tu ciudad a través de esta plantilla en PDF.

Para escuchar la emisora en directo, pincha en la imagen

Historias de la radio


Ya está disponible el podcast de nuestra visita al programa SanBlaseros por el mundo de Radio Carcoma en el especial sobre la Ruta 66 que hicieron el pasado domingo 17 de octubre. Toda una estupenda experiencia junto a Ivan Patxi Gómez y Almudena López, que supieron entresacarnos las anécdotas más divertidas a ritmo de los himnos que sonaron durante el viaje. Un documento a tener en cuenta para todo enamorado de la Ruta 66.


Ruta 66: El blog, este domingo en Radio Carcoma



Es todo un honor para nosotros haber recibido la invitación de Almudena López, de SanBlaseros por el mundo en Radio Carcoma, para asistir a su programa a hablar acerca de nuestras aventuras y desventuras por los Estados Unidos. El programa de viajes pionero de esta emisora del noroeste de Madrid analizará durante una hora la mítica ruta de punta a punta, con música temática, datación histórica e información sobre la misma. A nosotros nos tocará la parte de la experiencia, las anécdotas más destacadas, consejos sobre la carretera y las cosas a tener en cuenta para organizar un viaje de esta envergadura.

Será este domingo 17 de octubre a las 17:00 en Radio Carcoma, en directo a través de Internet o sintonizando el 107.9 de la FM si estás en Madrid. La cosa promete ser interesante.


Si quieres escuchar Radio Carcoma en directo, pincha en la imagen

Tú también puedes ser un Router Boy


Si habéis leído El secreto, sabréis que los sueños se cumplen si los deseas con fuerza, que pocas cosas hay que no tengan solución en esta vida, como la muerte, el sida (y parece que dentro de poco no será así) y el último castillo del Super Mario Bros (tal vez la gran frustración de mi vida). Pero ¿Qué pasa cuando los deseos se cumplen? ¿Ha dejado de tener sentido todo, ya no merece la pena luchar por nada más? La vida es tan larga que siempre se abre un nuevo horizonte cuando una cumbre es coronada. Es por ello que, tras la Ruta 66, se están barajando nuevas alternativas para tatuar el planeta con nuestras huellas. Porque ahora es el momento, porque no hay nada que nos ate y porque siempre tenemos un punto inicial al que podemos volver cuando queramos, pero la frontera se antoja franqueable a día de hoy... ya suenan los motores para nuestro próximo destino ¿2011? ¿2012?


Rojo.- La Ruta del Ché: el magnífico viaje que hizo Ernesto Guevara en motocicleta antes de convertirse en el Ché

Negro.- La ruta del Transiberiano: El tren más largo del mundo. 16.000 kms. que unen Moscú y Pekín con el Transmongoliano en Mongolia.

Naranja.- Mongol Rally: El rally más impresionante del mundo, compuesto por pilotos amateurs que corren no por un premio, sino por un fin solidario.

Verde.- Rally a Mali: Similar al Mongol Rally, pero en menor escala, con fines solidarios en el país africano.

Morado.- El Orient Express: El legendario y lujoso tren supuso la llave entre Occidente y Oriente Próximo. Aunque cerró su trazado en 2009, el recorrido se puede hacer en otros trenes y conocer extraordinarios rincones de Europa, desde París hasta Constantinopla (actual Estambul)

Mientras tanto, y sirviéndonos de nuestra experiencia, ofrecemos aquí un decálogo del verdadero Router Boy para todos aquellos que quieran seguir nuestras huellas con buen pie un día de éstos y no se les atragante la 66:

1.- La Ruta 66 puede nacer de la conversación más estúpida de bar un viernes por la noche, pero no hay que subestimarla: una vez que se habla de ella, la semilla empieza a crecer dentro de ti. Sólo hay que echarle un poco de valor y no dar nada por imposible.

2.- Si no te gusta conducir, lo llevas claro: o te alías con un loco de la carretera, o es un viaje que no podrás hacer en autobús, avión, helicóptero o similar.

3.- Prepárate para lo bueno y para lo malo: América no es Disneylandia, pasarás por etapas idílicas y por otras en las que tendrás ganas de volver a casa. No hay que venirse abajo a las primeras de cambio.

4.- Igualmente, la convivencia genera conflictos: Hay que conocer demasiado bien a las personas con las que te vas a ir. Vas a compartir con ellas día y noche, desiertos y montañas, ciudades y pueblos. En algún punto habrá malos rollos, pero sólo los grandes amigos saben sortearlos y seguir como si nada.

5.- Hay tanto por ver, que es mejor no perderse: Lleva mapas de todos los sitios a los que vayas, tanto para saber dónde estás como lo que hay a tu alrededor digno de ser visto. La última pijada es llevar un GPS, pero te salva de más de una, aunque pierda cierto encanto el viaje.

6.- Ropa de invierno y de verano, por favor: A los días más áridos les acompañan las noches más gélidas, sobre todo en zonas desérticas. El viaje no dura tanto como para gastar un par de díasresfriado, y la sanidad en Estados Unidos está por las nubes.

7.- No lleves ni poco ni mucho dinero: El nivel de vida en Estados Unidos es similar al de España, y los precios son más o menos igual (quitando ciertos abusos que vimos por allí). No lleves mucho dinero porque no te va a hacer tanta falta y la tentación te puede hacer gastarlo todo; pero no lleves lo justo para pasar el día, porque los imprevistos están a la vuelta de la esquina y siempre gastas más de lo que esperabas.

8.- Respeta los usos y costumbres del lugar, aunque a veces los veas injustos o desproporcionados: aún siendo occidentales como nosotros, Estados Unidos es una cultura aparte, pero si quieres visitarlos, tendrás que adaptarte a ellos. La ley es mucho más dura allí que aquí: no hagas el cabra ni desvaríes más de lo debido.

9.- La Ruta 66 es el viaje, no la meta: Durante el camino vas a tener 20.000 paradas interesantes. No tengas prisa por llegar a la ciudad de destino, párate y empápate de la historia y costumbres del lugar. Conocerás un país que son muchos países en realidad, muy distintos los unos de los otros, a cual más interesante.

10.- Y, sobre todo, debes saber esto: La Ruta 66 no es la ruta. El mundo no se acaba cuando llegas al puerto de Santa Mónica y ves el cartelito final. Como he expuesto al principio del artículo, hay un montón de rutas históricas para recorrer a lo largo del planeta. Y cuando se acaben, siempre nos podremos inventar rutas nuevas. Haz de tu vida una carretera sin señales, no te eches a dormir antes de tiempo.


Gracias por elegirnos


No es fácil escribir un artículo expresando tus sentimientos en lugar de describir el paisaje/ciudad que has visto o las anécdotas que te han sucedido a lo largo del camino, realmente es algo para lo que se debe tomar más tiempo. Han sido 25 días que comenzaron con la fiesta en Madrid y acaban llegados a este punto, tras haber recorrido más de 12.000 kilómetros entre avanzadas interestatales y caminos que jamás podían haber sido imaginados en nuestros sueños más satisfactorios. Han sido infinidades de momentos que recordaremos siempre, mayoritariamente buenos y otros tantos malos que nos harán más fuertes para caminar con mayor seguridad y menor margen de error. Ha sido un gran cómputo de personas que hemos conocido, otras que hemos conocido más, otras tantas que hemos desconocido y alguna que otra que creíamos conocer y no conocíamos. Una ruta que se ha antojado dura en ocasiones, con etapas desde los 300 hasta los 1.100 kilómetros, días sin movernos por elección propia y otros días que nos obligaron a pisar el freno a esta travesía sin igual. Lujos compartidos entre los cinco y dificultades económicas a medida que maduraba el camino. Idas y venidas, ciudades que nos conocíamos como la palma de la mano y bifurcaciones que nos han llevado a rincones que nunca pensábamos conocer.

Queríamos dedicar este artículo a modo de agradecimiento a todos los que han hecho que este viaje fuera lo que ha sido. Gente como Ken The Landrunner, que se ofreció a que le acompañáramos junto a una expedición de Mustangs de Australia para conocer las entrañas más recónditas del Cañón del Colorado. A las personas que ayudaron a Luke con un botellín de agua y un botiquín de bolsillo cuando sufrió el accidente con la bicicleta en Central Park. A la chica tan maja que se bajó de su coche en plena carretera y vino a ofrecernos su ayuda sin habérsela pedido. A Terry, el camarero que nos invitó a un chupito en su bar de Detroit y nos pagó un viaje en monorraíl que hizo que mejorara la imagen que teníamos de su ciudad. A las madres de los trabajadores de Aer Lingus y FedEx, a las cuales pedimos disculpas por haberlas puesto perdidas de mierda. A los compañeros de aventura de otros blogs con los que coincidimos por el camino o a través de la red y compartimos información sobre este viaje. A Marcelo, ese simpático mexicano que conocimos en Las Vegas, quien nos ofreció la llave del paraíso terrenal y luego resultó ser un timo en toda regla. A la mujer que en el Celebrity Club de Oklahoma City puso a Maná y Carlos Santana en el jukebox en honor a nosotros. A la india malahostia que demostró que no todos los americanos son buena gente y que los indios aún no han perdonado al hombre blanco las canalladas que le hizo pasar siglos atrás. A Pegaso y Perdigón, que nos han acompañado en este viaje a base de millas sin darnos el más mínimo problema y, sobre todo, sin quejarse (aunque uno de ellos se gastara en gasolina lo que nosotros no nos hemos gastado en copas). A los que nos han atendido en las tiendas y museos a lo largo de la Ruta 66, que con su simpatía y buen carácter se ganan a sus clientes. A todos los que nos han guiado por el buen camino a donde queríamos ir (excepto a los ciudadanos de Toronto, que nos hicieron conocer la ciudad en profundidad dándonos indicaciones que no llevaron nunca al hotel). A la chica de Toronto que se sentó con nosotros sin conocernos y nos acompañó en el viaje en Metro por la ciudad. A todos los que se ofrecían a hacernos fotos sin pedírselo para que saliéramos los cinco en el objetivo. A los que nos atendían en la recepción de los hoteles del camino, a cual más curioso y extraño, pero muy simpáticos por lo general. Al armadillo que se cruzó en nuestro camino una noche en un aparcamiento de Joplin y que huyó despavorido mientras íbamos detrás de él con la cámara y la videocámara en la mano. A todos los camareros que nos timaron en los restaurantes de carretera y de ciudad con unos precios que no se corresponden con la calidad de la comida. A la pareja de policías que nos trataron como nunca esperábamos de los cuerpos de seguridad estadounidenses después de lo que dicen por ahí. Al seguridad del aeropuerto que nos confundió con un grupo de música y nos puso a la cabeza de una cola de más de 500 personas que se chuparían sus dos horas para pasar por el aro de los de inmigración. A Kevin y su afán porque apareciéramos en el documental que estaba filmando sobre la Ruta 66 a su paso por el desierto de Mojave. Al ruso que le dio un “besito” al Pegaso con una Ford y que era tan novato en América como nosotros, provocando un pequeño caos a la hora de rellenar un parte que no sabíamos hacer. A todos los estúpidos que nos contestaron con un Esto es América cuando le preguntábamos el porqué de algunas cosas que veíamos anómalas o injustas. A todos los que nos preguntaban de dónde veníamos y se maravillaban cuando les comentábamos algún aspecto de nuestra vida o nuestro viaje, como aquel que mira atónito a un ser de otra galaxia cuando desciende de su nave espacial. A nuestras familias, a las cuales no olvidamos allá donde estamos. A todas nuestras amistades y a todos los que nos quieren.

Pero sobre todo, este viaje os lo dedicamos a vosotros, que nos habéis acompañado durante toda la ruta sin maletas, sin ocupar sitio en el Pegaso o en el Perdigón, pero que, a pesar de eso, sabíamos que estábais con nosotros. Más de 200 visitas diarias que habéis vivido con nosotros cada momento, los momentos de euforia y los de incertidumbre, y que con vuestros comentarios habéis hecho que merezca la pena eso de quedarse hasta las tres de la mañana escribiendo nuestras crónicas.

Gracias, en serio. Gracias a vosotros hemos vuelto a recuperar la fe en el ser humano tras apostar a que la gente preferiría gastar su preciado tiempo de ocio viendo el porno gratuito que ofrece la Red o a Belén Esteban partiéndose la cara con algún pseudofamoso en Telecirco, tal como muestran las estadísticas de Internet o el nivel de audiencias en la TV. Os tendremos siempre en cuenta y esperamos que alguna vez en la vida tengáis la posibilidad de realizar este viaje que os cambiará la vida. Y, por supuesto, que escribáis un blog con vuestras experiencias para que podamos ponernos en el puesto de lectores asiduos en el que vosotros estáis ahora mismo.

Hasta siempre.


Router Boys
Agosto #2010

24 horas sobre el motor de un avión: el regreso


Si a alguno de nosotros le gusta viajar en avión, tras la soberana paliza que nos vamos a pegar en el aire se lo pensará dos veces antes de coger otro avión, o al menos dejará pasar un tiempo de respiro para volver a surcar el cielo ¿Queríamos sopa? Tomemos cuatro cazos:

Vuelo número 1: Lunes 23 de agosto - Martes 24 de agosto: Los Angeles - Minneapolis


Está claro que las escalas no nos gustan a nadie, pero era la única manera de que nos saliese bien de precio el vuelo a Nueva York, y además un horario que nos viene redondo para no gastar una noche de hotel y dormir en el aire, aunque a algunos nos cueste más que a otros. El vuelo partirá de Los Angeles a las 23:55 y llegará a Minnesota a las 5:20 tras adelantar dos horas el reloj. En total, poco menos de tres horas y media, aunque parezca más a simple vista.

Vuelo número 2: Martes 24 de agosto: Minneapolis - Nueva York


A diferencia de la ida en Dublín, donde pudimos disfrutar de la esencia de la capital irlandesa, esta escala sólo durará 50 minutos, en los que podremos conocer en todo su esplendor el aeropuerto de Minneapolis mientras vamos corriendo de un avión a otro y poco más. El vuelo saldrá de Minneapolis a las 6:30 de Minneapolis y llegará a las 10:05 a Nueva York adelantando una hora el reloj, malditos husos horarios. En total serán poco más de dos horas y media si el avión es puntual en el despegue y aterrizaje.

Vuelo número 3: Martes 24 de agosto - Miércoles 25 de agosto: Nueva York - Dublín



La paliza del viaje. Tras un día en sus calles y plazas, saldremos de Nueva York a las 17:45 y llegaremos a Dublín a eso de las 5:15, adelantando cinco horas el reloj. Será un total de seis horas y media en las que podremos ver todo el repertorio de películas del avión si no nos vence el sueño.

Vuelo número 4: Miércoles 25 de agosto: Dublín - Madrid


Con una escala tan corta no nos dará ni tiempo a tomarnos la última pinta en Dublín y cerrar las discotecas que queden en pie. Saldremos a las 6:20 y llegaremos a Madrid a las 9:55. Un total de dos horas y media si contamos con que tenemos que adelantar una hora el reloj en territorio español.

Después de toda esta odisea sólo habrá ganas de besar el suelo y marcharse a hacer una cura de sueño durante un par de días. Eso sí, serán bienvenidas las personas que vengan al aeropuerto con pancartas y todo. Pagamos el café si hace falta.

DATOS DE INTERÉS:

- La mayoría de las aerolíneas sirve una comida a partir de vuelos de tres horas, aunque hay otras que ofrecen tentempiés cuando la duración es menor. En la clase Economy, en los vuelos de hasta 70 minutos de duración ofrecen, gratuitamente, un sándwich y una bebida no alcohólica; entre 70 y 100 minutos, le añaden un aperitivo; entre 100 y 170 minutos pasan otra ronda con un café u otra bebida; y en los vuelos europeos de largo recorrido o intercontinentales, a partir de 170 minutos, sirven, además del café, un menú completo con postre.
- En las compañías de bajo coste todo lo comestible y bebible se paga. Las compañías tradicionales cuentan con cartas con bocadillos, aperitivos y bebidas pero la tendencia es la de volver a incluir menús sin pagarlos también en las clases económicas, y no sólo en las superiores. Para su Gran Clase y Preferente tiene menús más selectos, con surtidos de quesos y de pastelillos, bandejas de frutas tropicales, una carta de vinos y cavas y aperitivos de bienvenida.

Los Angeles: You gonna be a star



Resulta un topicazo -aparte de una estúpida obviedad- señalar que las cosas pasan más rápidas cuanto más las deseas, y que el climax de este viaje ha venido demasiado pronto si hacemos cuenta de meses que estuvimos con los preliminares precoitales. El hecho es que, dos semanas después de finalizar este viaje, la primera imagen que me viene del último día es la de los cinco haciendo las maletas sin mucha prisa, extintos los nervios de los primeros días por lo que nos podíamos perder y aprovechar la jornada al máximo. Ahora nuestra preferencia era contar los paquetes, embutiéndolos en la maleta -los recuerdos frágiles en el equipaje de mano, que en el aeropuerto tratan las maletas como ganado- y registrando los rincones de la habitación por si algo caía en el olvido. Frente a nosotros, un cúmulo de objetos y folletos informativos recopilados a lo largo del viaje como tesoros de Diógenes, desde un billete del Metro de Nueva York hasta unas pegatinas ecologistas en defensa del Mono Lake o una caja de cerillas de un club de striptease de Las Vegas. Sólo el tiempo los pondrá en su lugar durante nuestras conversaciones y recuento de anécdotas junto a los nuestros.

El caso es que el capítulo de reencuentro de los Router Boys supuso una nueva separación, pues Charly y John nos llevaban un día de ventaja en la tierra de los famosos, así que nuevamente nos dividimos en dos grupos para conocer aquellos rincones que no habíamos visto de la ciudad. Lejos de toda incertidumbre, sabíamos que la ciudad guardaba pocos sitios que llegasen a maravillarnos en un sitio que es como Marbella a la americana: casa de lujo, paseos interminables de palmeras y playa, pero ningún monumento, edificio histórico o lugar conmemorativo más allá del Paseo de la Fama o el sobrevalorado cartelito de Hollywood en lo alto de la colina. Cansados de estar cansados, nuevamente juntamos el desayuno con la comida en una de nuestras inversiones culinarias yankees: un buffet libre en Pizza Hut por 8 dólares. Era casi la una de la tarde y nos quedaban sólo cinco horas para el reencuentro en el puerto de Santa Mónica antes de maquear los coches y llevarlos al aeropuerto. Teníamos el gusanillo en el cuerpo, no era hambre desmesurada, pero comimos como si tuviéramos que marchar a la guerra, y es que no sabíamos si esa noche cenaríamos antes de llegar al avión o si, por el contrario, no volveríamos a probar nada hasta la madrugada en Minneapolis o la mañana siguiente en Nueva York.

Teníamos poco tiempo y queríamos ir a los lugares punteros, pero la ineptitud de gran parte de los conductores americanos casi acaba en disgusto y un golpe fuerte para Perdigón. Sin mirar a su lado izquierdo por si alguien venía en ese sentido, un conductor de una pick-up se saltó una cuádruple línea continua al salir de un aparcamiento y venía directo a nosotros. De hecho, vi el morro de su furgoneta estrellarse contra mi puerta de copiloto antes de que Luke -curtido en la ciudad de las autoescuelas- hiciera una maniobra suicida y se metiera en el carril contrario para salvarnos de la catástrofe. Un conductor que venía detrás aplaudió a Luke por sus reflejos mientras mi indignación me impedía quitarme el cinturón de seguridad y decirle cuatro cosas al temerario que se iba tal como había aparecido.

Le debíamos una a Estados Unidos. Llevábamos más de una hora buscando aparcamiento en las proximidades de Hollywood Boulevard y no había manera. Desesperadamente aparcamos en una zona con el bordillo pintado de blanco. Sabíamos lo que significaba un bordillo amarillo y un bordillo rojo -y no era precisamente un homenaje a nuestra enseña nacional-, pero nunca habíamos topado con uno de color blanco. Sin parquímetros en la zona, cogimos el ticket de un coche para colocárselo en el parabrisas al Perdigón, sabiendo que no serviría de nada, pues el otro vehículo tenía un resguardo del ticket en su interior. No íbamos a estar mucho tiempo, era primera hora de la tarde y el calor era tal que confiábamos en la vagueza del personal sancionador para asomarse en aquellas horas.


Hollywood mostraba todo su atractivo de esta manera en una avenida donde han sido homenajeados estrellas del cine, la música y el espectáculo en general. Este bulevar concentraba todo el turismo de la ciudad, que se amontonaba en sus aceras y hacía un pelín más intransitable el camino. No faltaron las fotografías junto a los grandes iconos del paseo, como el Hard Rock Café, el teatro Chino, el Teatro Kodak, las estrellas de ciertos personajes o el museo Ripley's de cosas increíbles, del cual sobresalía la cabeza de un Tiranosaurus Rex destrozando el tejado. También había un museo de los Guinness Records, que fue lo que más nos llamaba la atención del lugar, aunque no sabíamos qué clases de récords podía albergar en su interior. Pudo más la curiosidad que nosotros, pero echaban atrás los diez dólares que querían cobrarnos por entrar. Libres de todo prejuicio y en nuestras últimas horas en yankilandia, optamos por hacer la trece-catorce y meternos por la salida disimuladamente, a tan sólo tres metros del mostrador y con el riesgo de que nos la montaran. Después de todo, el museo realmente no costaba lo que la entrada ni mucho menos. Resultó ser un monográfico de los récords más sorprendentes, como el hombre más bajito del mundo, el más gordo, récords de la naturaleza, del mundo del cine... y todo el mundo comprenderá que no estaba ni el hombre más bajito, ni el más alto, ni el barco más grande ni el terremoto de mayor duración, sino representaciones o ilustraciones de los mismos, por lo que esas paredes no albergaban ningún objeto de interés.

Habíamos recorrido todos los puntos interesantes de la zona en apenas una hora, y nos quedaban aún un par de horas antes del reencuentro en el Puerto de Santa Mónica. De camino al coche vimos la unidad de vigilancia del aparcamiento. Nos temíamos lo peor y hay premoniciones de las que no se puede sentir uno orgulloso de tenerlas por el carácter obvio de las mismas: una receta decoraba malamente el parabrisas del Perdigón. En sus tiempos recuerdo haber recorrido Italia con un compañero de erasmus mientras coleccionábamos multas, ya fueran de aparcamiento, de circular por zonas de tráfico exclusivo de residentes o por exceso de velocidad, con la seguridad de que nunca llegarían a buen puerto al circular con matrícula española y no figurar sus datos en las centralitas transalpinas. Aquí la situación era distinta, pues el coche era americano y de alquiler, por lo que fácilmente nos localizarían y tendríamos que pagar las consecuencias. Por mucho que Chusy comentaba que estaríamos exentos de pagar cualquier multa, mis datos figuraban en la base de AVIS y la vida da muchas vueltas como para acabar en un futuro viviendo por estas tierras y figurar en la lista de morosos. Y a mí siempre me gustó ir de legal por la vida. El tiempo era limitado y se iban acabando nuestros pasos por Los Angeles, así que decidí recurrir a la bendita tecnología y pagar la multa una vez estuviéramos sanos y salvos en casa a través de Internet.


Preguntando a la gente sobre otros aspectos interesantes de la ciudad dedujimos que el atractivo de la ciudad se encontraba en vislumbrar las fachadas de las casas de los famosos, para las que había incluso tours en autobuses turísticos y mapas en venta con la dirección de las mismas. Nos preguntábamos si era legal publicar las direcciones de esas personas por muy famosas que fueran y, en el caso de que lo fuera, lo que costaba la fama por estas tierras. Nos negábamos a darnos un paseo en autobús para ver casas, aunque Luke sugirió echar un vistazo a la Mansión Playboy, pero el tiempo se estaba echando encima. Decidimos echarnos al monte como la cabra que siempre tira a él (estúpido refrán, no va a tirar la cabra a la ciudad) a ver más de cerca el archiconocido cartelito de Hollywood. Fue otra decepción a apuntar en nuestra lista, aunque no nos esperábamos mucho más. La localización tan cercana a los mayores estudios de cine del mundo tal vez sea la tónica del atractivo de la enseña, pues de tan simple como es resulta fea, y eso que en alguna ocasión lo han intentado quitar y la ciudad se ha volcado para que no lo hagan. Será más por historia y tradición que por estética. El caso es que estuvimos recorriendo calles empinadas, curvas vertiginosas y calzadas cada vez más estrechas hasta que llegamos al punto más estratégico para una buena foto.


La bajada fue peor si cabe. El GPS nos indicaba que estábamos a 12 kilómetros de nuestro destino, el reencuentro con Charly y John, pero delante nuestra se encontraba el atasco del siglo. No deja de ser una simple acumulación de coches si lo comparamos a lo vivido en China por esos días, pero cogimos el coche a las 16:45 y no llegamos al puerto de Santa Mónica hasta las 18:30, cuando habíamos quedado con éstos una hora antes. Una velocidad media de 6 kms/h. que nos hizo desesperarnos por momentos, aunque tuvimos noticias de que nuestros compañeros habían tenido una suerte similar a la nuestra.
Una vez de nuevo en el puerto de Santa Mónica, quedaba hacerse las fotos de rigor y dejar nuestro logotipo en algunos rincones significativos para dar fe de que habíamos llegado al fin de éste, nuestro gran viaje. Los coches había que dejarlos a las 21:00 y había que maquearlos un poco antes de su entrega. Perdigón corría el riesgo de dejarnos tirados antes de llegar a nuestro último destino, así que paramos en una gasolinera a echarle tres dólares de combustible, ante la sorpresa del encargado por la racanería de sus clientes. Ya se encargarán los de AVIS de dejarlo bien surtido para su próximo usuario.
La despedida de los coches fue emotiva. Primero dejamos a Perdigón, con el serio aviso de los de la compañía de que, o pagábamos la multa por Internet, o nos lo cobrarían con cargos ellos a través de mi Master Card. Resuelta la duda de Chusy acerca de nuestra supuesta impunidad en territorio americano, procedimos a despedirnos de Pegaso. Por suerte, teníamos todo el tiempo del mundo antes de coger el avión, pues nos tiramos más de una hora aclarando el tema del pequeño golpe en la puerta del conductor con los de la compañía. Sabían de lo sucedido por un parte que les había enviado la policía, y nosotros teníamos que dar fe de lo sucedido. Se resistieron a darnos la fianza, a pesar de que teníamos el seguro a todo riesgo, pero John se encargó de poner los puntos sobre las íes. Al final nos devolvieron a regañadientes 350 de los 450 dólares de la fianza. Los últimos 100 nos los devolverían en 7 días por un batiburrillo de impuestos que se habían inventado fugazmente y que nos tuvimos que tragar, claro está. No tuvimos tiempo de respuesta, pues el avión despegaba en menos de dos horas y teníamos que embarcar. No nos podíamos despedir de Estados Unidos sin que nos timaran una vez más, algo así como su despedida: el etiquetado de las maletas nos costaba 25$ por persona. Sí, 100 dólares, como en sus tiempos fueron las tasas del hotel de Nueva York, por poner la etiqueta, como si la maleta pudiera viajar sin etiqueta y como si no la pudiéramos poner nosotros personalmente.

Nos quedaban cuatro vuelos por delante, 24 horas en las que descansar definitivamente y reflexionar sobre todo lo vivido. Porque uno acaba recordando lo bueno sobre todas las cosas, y sacando una lección positiva de todo lo malo. Viajar es un aprendizaje en toda regla, y compartir es una lección de la vida. Así que, ni os quedéis sin vivir ni os permitáis no aprender. En cuanto a lo de compartir... tenemos más de 60 gigas entre videos y fotos, amén de otros tantos recuerdos materiales que estaremos encantados de compartir con vosotros a la vuelta de todo esto.


DATOS DE INTERÉS:

- El aeropuerto más importante del estado de California es el Los Angeles International Airport (LAX)
- Un postre típico de California es la tarta de zanahorias y frutas, con sus célebres nueces, dátiles, higos, limón y melón.
- La playa más bonita de California es la de La Jolla, en San Diego, donde se juntan surferos de todo el mundo, focas, bañistas y descapotables a lo largo de la Nueve Millas Drive, la carretera panorámica más famosa del mundo.
- Entrada al museo de los Guinness Records: 10$

(Pen)última parada: Los Angeles


Aunque el despertador sonaba insistentemente, no había manera de que me despertara esta mañana. Tal es así que Luke y Chusy tuvieron que subirme el desayuno a la habitación como en las estancias de lujo. Al cansancio acumulado se sumaba la pequeña tristeza de saber que ese día sería el último viaje con Perdigón, el último tramo de la Ruta y, en definitiva, el principio del final de este viaje que llevaba soñando desde hace años y que iba consumiéndose poco a poco.

Cuando todo va terminando te preguntas si merece la pena hacer una última colada con la ropa sucia o tirar con la poca limpia que te queda, si habrá que comprar un nuevo champú o tienes suficiente, si hay que sacar más dinero o si te falta algún recuerdo para alguien que te lo pidió. Eran las once de la mañana cuando marchamos del motel con un calor inédito tras dos días de frío en San Francisco.

El día no comprendió mayor aventura que un tramo de 700 kilómetros con un par de altos en el camino. El primero fue en San Luis Obispo para comer y darle de beber al Perdigón. A la hora de alquilar el coche, el tipo que nos atendió nos recomendó no echarle mucho el último día, ya que daba lo mismo si lo entregábamos con el tanque vacío, por lo que le echamos sólo 15 dólares. No sirvió de mucho, pues aún quedaba poco más de la mitad del trayecto y tuvimos que volver a echar la misma cantidad en Ventura. El segundo alto fue en Santa Barbara, pueblo famoso por la serie y que Luke creía que era el punto final de la Ruta 66 cuando éste se encontraba en Santa Monica, poco antes de llegar a Los Angeles. Habíamos venido por la Interestatal alejados de la costa, pero al salir de Santa Barbara lo hicimos por una secundaria. Ganamos unas vistas inmejorables del Océano Pacífico y una caravana de esas que hacen historia: casi 30 millas que nos hicieron recordar a nuestro querido Madrid en hora punta antes de volver a España.



Aquel incidente nos hizo descompasarnos de nuestros planes, que eran llegar a Santa Monica con toda la tarde por delante. A pesar de no tener numerosas paradas, el viaje comprendía la mayor parte del estado de California y costaba su tiempo llevarlo a cabo. Era de noche cuando por fin llegamos a la playa, y antes de ir al hotel, nos fuimos a buscar el final de la Ruta 66. Desde que empezamos la Ruta 66 camino a Saint Louis me pregunté cómo sería el final de esta carretera sin señales, si estaría abandonado su asfalto como en la mayoría de tramos de este viaje o, por el contrario, estaría mejor conservado al hallarse dentro de una gran ciudad. Mi sorpresa ha sido bastante grande al darme cuenta que la última media milla de la histórica 66 no es de asfalto, sino de madera, la del puerto de Santa Mónica. Allí, entre las luces de la feria y el gentío que pasa a su lado sin saber la mayoría qué es eso del 66 clavado en un palo. Abandonada a ojos de una gran parte de la sociedad, que ignora lo que ha supuesto esa ruta para el despegue económico de muchas familias del país que tuvieron que emigrar al Oeste en busca de la buenaventura, los últimos casos no hace ni cuatro décadas. No eran ni las nueve, pero ya era de noche y a nuestro alrededor sólo se oía el griterío y jolgorio de la chiquillería. Habíamos llegado por fin y nadie se había dado cuenta. Quisimos celebrarlo por todo lo alto, pero ese lugar significaba simbólicamente el final de nuestro gran viaje.


En el hotel nos esperaban Charly y John, que habían llegado el día antes tras su periplo en Las Vegas. El reencuentro fue bastante cálido y estuvimos contándonos nuestras peripecias desde la última vez que nos vimos cuatro días atrás. Pero al llegar a la habitación del motel, todos notamos la nostalgia que suponía que fuera la última habitación de motel en la que íbamos a dormir.

Parece que fue ayer la fiesta de despedida en Madrid, y es que el tiempo pasa realmente rápido cuando te lo pasas bien. Mañana nos espera la última jornada en Los Angeles antes de coger por la noche el avión a Nueva York. Será un día significativo, de esos que se recuerdan con el tiempo.

DATOS DE INTERÉS:

- Para llegar desde San Francisco hasta Los Angeles, viendo playas y paisajes marítimos, se debe ir por la Autopista 1 (Coastal Hway.1), que pasa por Santa Cruz, Santa María, Santa Mónica, Santa Cruz y Santa Catalina. Para ir a sitios como Long Beach y Palm Springs se debe ir una vez se llega a Los Angeles, pues está a esa altura.

Buenos días, San Francisco

Una de las opciones que barajamos a la hora de recortar gastos en el tramo final del viaje y que aprobamos por mayoría absoluta fue la de reservar habitación para dos personas y dormir tres en la misma. No conllevaba mucho riesgo la jugada y nos salió bastante bien, únicamente no se presentaba uno en recepción y se iba directamente a la recepción. En una cama Queen Size, que es la que ofertan siempre en la habitación para dos personas, hay espacio para más de dos, pero menos de tres. No sé si me explico bien, pero entre nuestros planes no tiene prioridad dormir a pierna suelta, sabemos adaptarnos a cualquier situación. Por lo demás, nos sorprendió que era un motel de los que tan acostumbrados estamos, pero la habitación era la mejor de los de clase baja que hemos estado, todo bien limpio y sin escatimar en detalles: microondas, nevera, DVD, TV de 42", mesa escritorio y una piscina en la que queríamos bañarnos una vez llegara la medianoche. Se encontraba en una pequeña ciudad a poca distancia de San Francisco, pero nuestro aprendiz de GPS hizo que recorriéramos el triple de camino, recalculando la ruta de vez en cuando e indicando los desvíos una vez los habíamos pasado.

San Francisco no era una ciudad común. Construida sobre siete colinas como Roma y Lisboa, estoy convencido de que es la ciudad con más desniveles del mundo. Es por eso que gran parte del recorrido por la urbe lo hicimos en coche por la mañana, subiendo calles que eran todo un calvario para todo aquel que vivía alli, pero podemos asegurar que vimos muchos menos gordos que en el resto de ciudades; por algo será. A falta de Metro, la ciudad cuenta con una surtida red de tranvías de corte clásico, pero de la potencia suficiente para subir por las citadas pendientes cargado de pasajeros. De entre todas las calles destaca la Lombard Street, que de tal pendiente que tiene en un tramo tuvieron que hacerlo en zig-zag como los puertos de montaña, con inclinaciones de más de 45º. Decorada con motivos florales en cada curva, es una de las calles más auténticas y bonitas del mundo.


Luke hizo bien en documentarse la noche anterior sobre las cosas más interesante que tenía la ciudad, pues en el mapa que cogimos en el hotel aparecían tres oficinas de información que, o no estaban donde se señalaba en el mapa, o estaban cerradas. Nos comentaron que las mejores vistas de la bahía se encontraban al otro lado del Golden Gate, en una pequeña localidad costera llamada Sausalito. El Golden Gate debe su fama mundial gracias a que es un puente muy grande y a su característico color rojo, pero la estructura no es gran cosa. Tiene más utilidad que belleza, supone una de las principales vías de salida y entrada a la ciudad con tres carriles por cada sentido y dos pasarelas para peatones. Al otro lado, efectivamente, se encuentran las mejores vistas de la bahía, la ciudad al completo con su imponente skyline y la isla de Alcatraz en medio de todo, posiblemente la cárcel más conocida, hoy día convertida en museo. Quisimos coger un ferry para verla más de cerca, pero los billetes se reservan por Internet por la demanda tan alta que tiene, siendo el principal atractivo que guarda la ciudad para todo aquel que viene de fuera.


Desde un primer momento la ciudad nos impactó por la vida que tenía. Es una ciudad de rascacielos al más puro estilo neoyorquino, pero no llegan a venirse encima de ti, provocando esa sensación de vértigo que alguna vez tuvimos en la Gran Manzana. Tiene también sus rasgos europeos, con barrios cercanos al downtown donde las edificaciones son bajas y se puede ver el cielo sin viajar al extrarradio. Por último, tiene el plus de contar con una amplia línea costera muy bien conservada, con numerosos puertos que en la mayoría de los casos ya no albergan lonjas, sino restaurantes y tiendas que dan movimiento a la zona hasta la medianoche.

Destacaba entre todas una tienda-museo de cosas increíbles, Ripley's candy and toy factory, donde había figuras de cera de personas que habían sido conocidos por hazañas como sobrevivir durante cuatro días en un coche completamente aplastado por un terremoto o pasar entre los áticos de los rascacielos colgado a una tirolina a la que se agarraba únicamente con los dientes. Su lema era Créetelo... o no. Nosotros, despertando al niño que llevamos dentro, nos metimos en un laberinto de espejos. No sabíamos dónde entrábamos, estuvimos hasta 15 minutos para hallar la salida; son cosas que, aún pasen los años, te siguen gustando.

Era bien de noche y teníamos que comprar la cena para el hotel, pero hicimos una parada obligatoria en el Hard Rock Café de la bahía. No es tan grande cómo otros que hayamos visto, pero cada Hard Rock Cafe es como un museo de la música en las últimas décadas y en todos los estilos, desde Los Beatles hasta Beyoncé, y debería ser obligatoria su visita en cada ciudad que cuente con uno.


Nos despedimos de San Francisco con la sensación de haber aprovechado bastante el día, aunque con ganas de dedicarle un día más. Sin embargo, el plan de conocer más a fondo la Costa Oeste, pasar unas horas en Santa Bárbara -donde termina la histórica Ruta 66- y terminar en Los Angeles era también una tentación que llamaba a la puerta de nuestro motel. Quisimos despedirnos de San Francisco a lo grande con un baño de madrugada en la piscina. Hay algo que no he apuntado, y es que el frío estuvo presente durante todo el día, cuanto más por la noche, y bañarse a temperaturas de 10ºC es un suicidio en toda regla. Solo Chusy y yo bajamos hasta el borde de la piscina, yo fui el que llegó más lejos metiéndome hasta la cintura. Luke, prudencia ante todo, contemplaba entretenido el espectáculo desde la ventana de la habitación. No hubo manera de darse el baño de despedida.

DATOS DE INTERÉS:

- Los accesos a San Francisco, tanto para entrar como para salir de la ciudad, tienen un peaje de 6$.

Entre pinos y secuoyas


Lo que de noche era el escenario perfecto para una película de miedo, de día recuperó su aspecto normal de rincón encantador, perfecto para vivir una vida de contemplación y reflexión. Uno de esos hoteles en los que te quedarías, por lo menos, un par de noches más para poder disfrutarlo un poco, pero nuestra vida de aves de paso nos obliga a abandonar el lugar cuando mejor están las cosas. Sin ser tan duro como la de ayer, el tramo de hoy era realmente interesante, dando nuevos pasos en la América más verde y llegando por primera vez a la Costa Oeste.

Volvimos a rehacer lo andado para llegar a Lee Vining a recoger información sobre el Lago Mono, conocido por la alta concentración de sal en sus aguas, lo que te hace flotar como en el Mar Muerto y atrae a las poblaciones de gaviotas que suelen encontrarse en zonas costeras. La zona más visitada del inmenso lago es la conocida como Tufa South, donde abundan formaciones rocosas hechas de sal, tal como la pequeña isla formada en el medio del lago. Sí, el paraje es muy bonito, pero no lo es como para cobrar tres dólares para acercarse a la orilla a contemplarlo más de cerca. Por tres dólares menos lo pudimos observar desde cincuenta metros más atrás, con menos precisión, pero con una mayor perspectiva del entorno. La “playa” que había en otra parte del lago estaba plagada de una especie de mosquitos que flotaban en el agua y que hicieron imposible toda actividad allí. Yosemite nos esperaba y Luke, como jardinero que ama su oficio, estaba deseando verlo a fondo.

El Parque Nacional de Yosemite se encuentra pegado al desierto del Valle de la Muerte que habíamos recorrido el día anterior, lo cual no deja de sorprender si estamos hablando de dos polos completamente opuestos que se han atraído hasta situarse uno junto al otro. Ya desde que amaneció teníamos la sensación de encontrarnos en otro país, como Canadá o Suiza, y es que nunca habíamos relacionado a Estados Unidos con tal belleza forestal. El azul del agua se mezclaba con el verde de la pradera y los pinos, el gris de las rocas y el celeste de un cielo completamente descubierto, sin una sola nube en el ambiente. Un pintor trazaba sus primeras pinceladas a una obra mientras intentaba no distraerse con la gente que acampaba a los alrededores y los niños que no se atrevían a meterse en un lago completamente cristalino, pero helado.

Al contrario que en Death Valley, la jornada la pasamos mayoritariamente fuera del coche, haciendo numerosas paradas que comprendían desde los riachuelos más insignificantes con los que nos emocionamos al principio de la jornada hasta las cumbres más frías y con un paisaje tan arbolado que no se veía el suelo ni las carreteras que cruzaban por el bosque. Frente a nosotros se batían en duelo el Capitán y el Half Dome, las dos montañas más conocidas del parque, como lo habían hecho en los últimos milenios. Las cataratas que hay alrededor del parque alcanzan una altura de hasta 720 metros, colocándose en el tercer lugar del ranking de cataratas más grande del mundo; pero, lejos de la temporada de deshielo, el caudal es tan escaso que el agua no llega a caer al suelo, pulverizándose por el camino. Entre el conjunto de cataratas destaca la Horsetail, conocida por el extraño efecto que hace el sol de febrero sobre el agua mientras cae, simulando un chorro de fuego.


Atravesar el parque nos había costado todo el día y ya sólo quedaban dos horas de sol. Había algo que nos quedaba por ver y que Luke no quería perderse: el Mariposa Grove, una de las mayores reservas de secuoyas que existen. Tras la experiencia del Cañón del Colorado, estuvimos cerca de dos horas haciendo ejercicio del duro mientras recorríamos las sendas más recónditas del lugar para encontrar la Faithful Couple, el Giant Grizzlie el Fallen Monarca y demás ejemplares históricos que se esconden en las profundidades del bosque. En sus tiempos quisimos visitar al General Sherman, el ser vivo con más biomasa del mundo, pero desistimos al enterarnos que se encontraba a unos 600 kilómetros de nuestro paso por el parque.


El camino de bajada de las montañas era un poco más estrecho y con grandes desniveles. La falta de luz dificultaba el trayecto y una noche más llegaríamos a las mil al nuevo hotel, que distaba a unos 350 kilómetros de donde nos encontrábamos. Con la lección bien aprendida de que los restaurantes cierran muy pronto en Estados Unidos, nos paramos a comprar comida china en el pueblo de Madera. A pesar de encontrarnos en un país cuya lengua oficial es el inglés, no deja de sorprender la influencia de la cultura hispana en un territorio que en sus tiempos fue mexicano. Así, junto con los nombres de pueblos y ciudades, también muchos carteles e información de las ciudades están en español junto al inglés, haciendo la vida más fácil y llevadera a todo aquel español que no sabe otra lengua.

Tras más de media hora pensándolo, el GPS comenzó a darnos las indicaciones para llegar al hotel mientras San Francisco se divisaba al otro lado de la bahía con sus característicos rascacielos que le dan una imagen similar a la de Toronto. Aunque eran más de las doce de la noche, no llegamos hasta las dos al hotel. El GPS nos había indicado que fuéramos a San Bruno cuando el hotel se encontraba en Redwood, y es que hay calles y números que se repiten en los pueblos de la zona por compartir la misma historia en la mayoría de los casos, aunque personalmente desconozco la historia del Camino Real y por qué se lo pusieron como nombre a dos calles de poblaciones vecinas.

El cansancio acumulado vuelve a hacer mella en nosotros. Necesitaríamos otro día en blanco para descansar un poco, pero este gran viaje va tocando a su fin y no es cuestión de malgastar ni una sola hora. A la vuelta nos esperan planes tranquilos por lo general, y esta vida es muy larga para dedicarle un par de curas de sueño una vez estemos en nuestra tierra.
DATOS DE INTERÉS:
- Acceso a Tufa South (Mono Lake): 3$.
- Entrada a Yosemite: 20$/coche.

121ºF


Las Vegas supuso una nueva escisión en el grupo como en sus tiempos lo fueron Nueva York y Washington. Con poco más de cinco horas de sueño, salimos más tarde de lo previsto como venía siendo costumbre. Charly dormía plácidamente tras una nueva noche de fiesta, John salió a despedirnos para coger por una noche más la misma habitación en la recepción.

Resulta sorprendente ver que una ciudad tan sobrecargada como Las Vegas pudo ser construida en medio de la nada, rodeada de poblaciones minúsculas a unas cuantas millas de su corona metropolitana y matojos y cactus al otro lado de la carretera. Los coches que nos pasaban se iban difuminando poco a poco en el retrovisor con el calor ambiental, el mismo que hacía que en la carretera aparecieran ilusiones de charcos de agua. Nos habíamos reído durante todo el mes de aquellos que nos dijeron que recorrer los Estados Unidos en agosto era un suicidio en toda regla, pero aún no habíamos atravesado el Valle de la Muerte.

Había algo que habíamos olvidado semanas atrás, y era nuestra lista de espectáculos típicos americanos para ver durante nuestra estancia. Pues bien, esa mañana asistimos involuntariamente a una persecución policial, lo que pasa es que los perseguidos éramos nosotros. Chusy al volante era la calma en persona y no se enteraba ni del NO-DO:

- Mirad tíos, la policía ha dado media vuelta.
- Hostia, no me jodas que vienen a por nosotros. Para a la derecha.
- No creo, debe haber un tiroteo en el pueblo de al lado o algo así.
- Pues acaban de encender las luces.
- Lo que yo te digo, ahora nos adelantarán.
- Sí, lo que tú digas, acaban de poner la sirena ¡¿Quieres parar, que van a creer que nos estamos fugando?!

Por fin, y casi una milla después, Chusy detuvo al Perdigón en el arcén. Una agente de policía de esas que aparecen en las películas, con su tipazo y sus gafas de espejo, se acercó a la ventanilla:

- Hola. Mostradme el carnet de conducir y los papeles del coche.
- ¿Qué es lo que ha pasado, agente?
- Que estábais circulando a 64 millas por hora en una carretera secundaria en la que el límite está a 45.

19 millas. Malditas y benditas 19 millas, sobrepasando el límite en más de 20 millas hay hasta pena de cárcel, aunque creo que todo depende del estado. A todo ello se sumaba que el coche lo habíamos alquilado con un solo conductor registrado, que era yo, y Chusy no aparecía en ningún lado del seguro ni los papeles. Un policía gordo y con bigote -sí, también de peícula, y no estoy mintiendo- me pidió la documentación por ello y empezó a disparar con una Thompson un cargador entero de preguntas: quiénes éramos, de dónde veníamos, a dónde íbamos, cuánto tiempo nos íbamos a quedar, por qué Estados Unidos, si nos gustaba el país y cómo coño íbamos al Valle de la Muerte con el calor que hacía. Finalmente, tras comunicar nuestros datos a la central, la jovencita agente volvió con nosotros.

- Tomad vuestros documentos.
- ¿Cuánto será la multa, agente?
- Por lo que habéis hecho os podría caer una multa de 165 dólares, pero esta vez sólo será un aviso. Recordad, tenéis que ir más despacio y respetar los límites de velocidad, porque lo peor es que tengáis un accidente ¡Ah! Y disfrutad de los Estados Unidos.

Nos dedicó una sonrisa tan sumamente dulce que podríamos haber muerto en el acto por diabetes. Juro que se fue a su coche patrulla contoneándose cual mujer fatal. Nos quedamos mirándonos unos instantes, intentando digerir fríamente lo que nos acababa de pasar. Lo de la buena suerte no venía escrito cuando firmamos el seguro del coche.

El desvío al Death Valley fue el adiós definitivo a la ya de por sí escasa civilización que rondaba en kilómetros a la redonda. Los únicos vehículos que se atrevían a atravesar ese desierto -sobre todo en este mes y con estas temperaturas- eran los que querían verlo, pues las carreteras no estaban en muy buen estado y existen autopistas más rápidas en las que se tarda más en rodear el desierto, pero se hace en mejores condiciones y sin poner en riesgo tu vida. Como si se tratara de un recinto cerrado, las temperaturas empezaron a subir progresivamente según nos íbamos adentrando en él, hasta tal punto que nuestras paradas no comprendían más de cinco minutos, aunque la belleza del entorno bien merecía una visita más tranquila y tomándonos más tiempo.



Ya desde nuestra primera parada en Dante’s View comprendimos por qué este desierto es de los más famosos que existen. La belleza de la nada se potencia con imágenes tan insólitas como un mar sin agua, una inmensa explanada de sal conocida con el nombre de Bad Water que llega hasta los confines del horizonte. Nos apartamos de la gente que estaba junto a nosotros unos metros y escuchamos por primera vez algo que era nuevo para nosotros en Estados Unidos: el silencio. La lejanía de las montañas impedía el eco, y la ausencia de viento también jugaba su papel. No se escuchaba nada que estuviera a más de diez metros a la redonda.

El desierto atravesaba por diversas zonas a medida que íbamos avanzando. De la parte de rocas pasaba a la de arenisca, y a medio camino de atravesarlo descubrimos la parte que nosotros consideramos más auténtica, más cercana al concepto que nosotros tenemos de un desierto: arena fina, como de playa, conformando enormes dunas cuya erosión es tan lenta que es prácticamente imperceptible.



Tan sólo había una estación de servicio con su restaurante y tienda en todo el camino que atravesamos. Tengo entendido que en Australia las gasolineras están separadas por más de 500 kilómetros y el dueño pone el precio a la gasolina según lo bien o mal que le caigas. Aquí no se llegan a esos extremos, pero el monopolio del desierto incluye poner los precios por las nubes ante la extrema necesidad de abastecer el coche de gasolina o no quedarse deshidratado con temperaturas que a esas horas superaban los 121ºF (50ºC). Nosotros además teníamos el hambre del perro del ciego y sabíamos que el siguiente restaurante lo veriamos al ponerse el sol. Total, que por una hamburguesa, unas alitas y un wrap con sus correspondientes bebidas nos cobraron 20 dólares por cabeza. Por muy alto que esté el euro con respecto al dólar, precios así equilibran la balanza y la ponen a favor del Tío Sam y todos sus esbirros.

Será porque los americanos lo tienen más que asumido y no se acercan por el desierto en estas fechas, pero el viaje estuvo plagado de españoles y, sobre todo, de italianos hasta aburrir. Estuvimos hablando un buen rato con una familia de Barcelona. La madre se había resbalado con una piedra en el Parque Nacional de Yosemite y se había roto un brazo, amén de una brecha por la que tuvieron que ponerle varios puntos en la cara. A pesar de tener cobertura internacional con un seguro privado, por mover una ambulancia 500 metros le cobraron 350 dólares, y por hacerle un par de radiografías y ponerle una escayola, 2.000 dólares más. La mujer se negó rotundamente a ser operada para que le pusieran un par de tornillos porque le cobraban 8.000 dólares más, y es que la superpotencia mundial en pleno siglo XXI no atiende ni siquiera a sus propios compatriotas si no tienen dinero para pagar un médico, algo potencialmente vergonzoso en un país del primer mundo y punto en el que les llevamos años luz de ventaja.

La jornada fue bastante dura y realizada en condiciones extremas. Perdigón pasó con una nota bastante alta su primera prueba de fuego, manteniéndonos bien fresquitos cuando se lo pedimos y realizando una etapa de 650 kilómetros por menos de 30 dólares frente a los 100 que chupaba el Pegaso en condiciones similares. El sol terminaba su jornada laboral justo cuando salíamos de los confines del desierto y aún nos quedaba una larga jornada hasta que encontráramos cobijo frente al Mono Lake.

Las temperaturas tan altas por el día se contrarrestan con un frío invernal por la noche, haciendo temperaturas inferiores a las más bajas que ofrecen los aires acondicionados. El pueblo construido a orillas del Mono Lake tenía cinco moteles y ninguno de ellos tenía habitaciones disponibles. Por primera vez no nos sonreía la suerte a la hora de buscar estancia a la aventura. El pueblo de al lado también descansaba a orillas de otro lago, el June Lake, al igual que nuestro hotel, el que mejores vistas tiene de todos los que hemos estado a lo largo de la ruta. El combinado de lago y bosque frondoso con montañas al fondo y casitas de madera para dormir resulta de lo más idílico que uno se pueda imaginar, pero al llegar la noche conforma un ambiente un tanto inquietante, a lo Crystal Lake un viernes 13, donde todo está en silencio y acojona lo suyo. Para más inri, el hotel sólo tiene wi-fi en el hall principal y el patio de la entrada, por lo que estuve hasta las dos de la mañana sufriendo temperaturas de 50ºF (10ºC) actualizando este maldito blog tras dos días sin Internet en Las Vegas mientras un crío me llama hijo de puta y otras lindezas en inglés a gritos aprovechando la oscuridad del lugar y la lejanía que le separa de mí. Porque sí, porque os lo merecéis, porque a nosotros nos hace más ilusión leer vuestros comentarios que a vosotros leer nuestros artículos, y eso ya es decir, que son más de 200 visitas diarias y nunca pensamos que esto fuera a dar para tanto. Disfrutadlo.



DATOS DE INTERÉS:

- Los policías son inflexibles: si le ordenan parar, no descienda del vehículo y deje las manos bien visibles sobre el volante.
- Está prohibido tener bebidas alcohólicas abiertas. Conducir bebido es una de las infracciones más graves de los Estados Unidos. El límite de velocidad es de 25 millas por hora en la ciudad y de 62 millas en la autovía.
- En 1913, en Death Valley se llegó a los 56,6 ºC, la mayor temperatura registrada en su historia; la temperatura en Los Angeles va desde los 10 ºC de enero a los 28 ºC máxima en julio.

Doble o nada


Aceras donde los puestos dedicados a vender periódicos sólo contienen catálogos de prostitutas que van a tu hotel -aún siendo ilegal la prostitución en Las Vegas-, gran cantidad de máquinas tragaperras desde los pasillos del aeropuerto hasta las estaciones de servicio más insignificantes, circos sin leones ni trapecistas, sino ruletas y mesas de black jack; aparcamientos gratuitos en la calle principal que desembocan en salas de juego, limusinas con barra libre y strippers bailando para ti si así lo deseas y lo costeas, acuarios con tiburones junto a la puerta del servicio, reproducciones a escala de los monumentos más famosos del mundo, calles venecianas con canales por los que pasar bajo un cielo artificial que simula el mediodía cuando en el mundo exterior es medianoche, chicas que te paran por la calle, generando en ti la ilusión de haber ligado con una belleza descomunal antes de que te comunique que el amor te costará hasta 500 dólares la hora; luces para alumbrar medio planeta, más dinero en movimiento y, en definitiva, todas las facilidades a tu alcance, la felicidad divina para la persona más banal siempre y cuando tenga suficientes fondos para pagarla. Aceptan un Mercedes, tu pareja o tu alma como moneda de cambio. Todo esto es Las Vegas.

Tras experiencias contrastadas y una tarde buscando soluciones, se encontraron dos posturas opuestas: por un lado, aquellos a los que Las Vegas les parecía un mundo aún por descubrir y querían dedicarle más tiempo para luego marchar directamente a Los Angeles y pasar un día más de lo previsto, éstos son Charly y John. Por otra parte, los que veíamos la fiesta de Las Vegas igual que la de otras partes, pero con más espectacularidad. Preferíamos conocer otras maravillas de la naturaleza como el Death Valley y el Parque Nacional de Yosemite, pasar algo más de una jornada en San Francisco antes de bajar por toda la Costa Oesta hasta Los Angeles en nuestra penúltima jornada, éstos somos Luke, Chusy y un servidor. La solución más salomónica pasó por alquilar un segundo coche y bifurcar nuestros caminos según nuestros gustos y preferencias en la escala de valores.

Otra de las cosas increíbles de Las Vegas es que su aeropuerto internacional se encuentra en pleno centro de la ciudad, junto a la calle principal, y de un nombre que sería inaceptable en España: Mc Carran International Airport. Junto a los aparcamientos se encontraban las oficinas de todas las compañías de alquiler importantes del país. De esa manera pudimos comparar los precios de cuatro compañías, que rondaban desde los 850 dólares de Alamo National hasta los 485 por el que cogimos a Perdigón finalmente. Perdigón es un Kia Forte, que no es de la clase ni el potencial del Pegaso, pero es más manejable, más juvenil y bebe mucha menos gasolina en el modo eco. Para todo aquel que se pregunte cómo es Perdigón, adjuntamos foto. No haremos tanta historia como con Pegaso, pero será recordado para siempre como el séptimo pasajero de esta ruta.


Entre unas cosas y otras, la tarde pasó volando, sobre todo en un país en el que anochece poco después de las siete de la tarde en pleno mes de agosto. La noche se antojaba más corta y menos movida que la anterior, pero queríamos aprovechar nuestras últimas horas en la tierra del vicio antes de afrontar la jornada más desértica y extrema de la aventura. Cenamos por fin en el Jack in the Box como venía Chusy pidiendo desde que entramos en Estados Unidos por recomendación del sabor de sus hamburguesas, que le encantaron. De la noche, qué decir: casinos y cansinos, una mini discoteca en un barco en la que se podían ver a jovencitas con maduritos adinerados, una joven enzarpado clavando el baile de las canciones de Michael Jackson, Cosmopolitans y Bloody Marys, una chica de Ohio que se interesó por Chusy y unos cuantos chicos del lugar que, aunque le pusieron empeño en meterse entre medias, no pudieron impedir un fugaz beso en los labios de esta pareja improvisada. A las tres de la mañana nos fuimos para casa, en seis horas estaríamos en pie y dispuestos a escribir un nuevo capítulo de esta historia. Charly y John, por su parte, escribieron la segunda parte de la noche mano a mano. A ellos les quedaban algo más de 24 horas en su particular tierra prometida antes de emprender el rumbo a Los Angeles. En cuatro días nuestros caminos se volverían a juntar.

Miedo y asco en Las Vegas


Tras serios devaneos con la bancarrota técnica, Charly recibió por fin el dinero que, a través de Western Union, le envió su familia. Corrían tiempos mejores y los problemas se iban solucionando, aunque John había tenido que sacar dinero desde un cajero y la cartera de los otros tres componentes empezaban a padecer anorexia. Las cosas están saliendo más caras de lo que esperábamos y necesitamos una nueva inyección de la tita Master Card o controlar seriamente y uno por uno nuestros movimientos. La Costa Oeste estaba a tiro de piedra, pero un giro de 90º nos llevaría al norte y a San Francisco antes de llegar a Los Angeles.

Creíamos que debíamos abandonar la habitación a las doce de la mañana, pero a las diez el dueño del hotel, con su habitual camiseta de lamparones multicolor nos advertía que el alquiler comprendía hasta esa hora, y si tardábamos media hora más, nos cobraría una nueva noche. A la hora de la llegada todo eran alabanzas, pero cuando terminó el contrato no quedó más que un frío trato y un seco Have a nice trip por mero cumplido.

El viaje a Las Vegas comprendía el último tramo que íbamos a recorrer de la Ruta 66 como tal. Costaba desprenderse de esas inolvidables millas entre maizales, ranchos y pueblos perdidos de la mano del Boss, y de esa mítica señal de carretera que sólo volveríamos a ver una vez llegásemos a Santa Mónica, la playa soñada donde comenzó el sueño americano de tantas familias y generaciones del este en busca de la buenaventura. Disfrutamos más que nunca los pueblos a las orillas del asfalto, nos hicimos más fotos que nunca en lugares que anteriormente habíamos visto sólo en libros y documentales, y disfrutamos en una carretera que, a pesar de haber gastado centenares de millas en ella, la echábamos de menos el día en que fijábamos nuestro destino en un pueblo o ciudad y dejábamos al Pegaso pastar tranquilo. Nos enamoramos de la histórica General Store en el poblado de Hackberry, que sigue tal cual casi un siglo después, con coches desvencijados y cráneos de vaca dándonos la bienvenida a ese rancho tan particular. Conocimos en persona a Kerry Pritchard, heredero y dueño de la tienda en las últimas décadas, decoramos su tienda con nuestras pegatinas-logotipo y firmamos en su libro de visitas.



La salida de Arizona se coronaba con una estación de servicio, el Last Stop. Sus murales sobre la Ruta 66, el Area 51 y Las Vegas resultaban atractivos a los ojos del conductor, algo tan simple que, sumado al hambre acumulado por un desayuno inexistente, nos hizo pararnos a comer allí. Aquello supuso una nueva puñalada mortal a nuestras carteras, 15 dólares por un trozo de pollo con patatas o una ensalada y su bebida correspondiente. Lo más positivo de esa parada fue encontrarme con una máquina de juegos de los dorados años 80, donde maté la espera jugando al Bomb Jack,, Galaxian, Pac-Man, Kung-Fu Master… fue como volver a la infancia por unos instantes, con la misma ilusión y todo.

La Hooverdan es la presa que abastece de energía a todas Las Vegas y, aunque en fotos parece impresionante, de cerca no lo es tanto, aparte de que no hay vistas privilegiadas desde ningún punto de la carretera y nos querían cobrar siete dólares por aparcar el coche en medio de la nada. Era uno de los puntos fuertes del día y resultó decepcionante.

No pasaban muchas millas desde que cruzamos Nevada y Las Vegas se asomaban desde el horizonte. En pocos minutos se fueron acercando sus edificios más emblemáticos hasta terminar por engullirnos. Una vez dentro, la ciudad del vicio se antojaba como el Disneyland de los mayores. Me resulta imposible imaginar una persona que pase por primera vez por el Strip o calle principal de Las Vegas sin abrir la boca de asombro ante la sobredosis de grandeza, luces y sonido que desprenden esos templos de los juegos de azar, donde pasas en pocos metros de París a Nueva York, de Venecia a Egipto y de el castillo de Excalibur a la Isla del Tesoro. Una ciudad en la que lo importante es ganar, sin importar perder la humanidad en el proceso.

Nunca a lo largo del viaje habíamos llegado tan pronto a nuestro destino, exactamente a las seis de la tarde. El resort se encontraba en la Boulder Highway, que en Internet vendían a dos calles del Strip y así era, sólo que era el principio de la calle y nosotros nos alojábamos en el 6555, que es como vender un hotel en la Calle Alcalá diciendo que está al lado de la Puerta del Sol y encontrarse éste a la altura de Ascao. A pesar de todo, merecía la pena encontrarse en un complejo residencial de ese calibre a precio de motel de carretera, disfrutando de un apartamento con salón-cocina, dos baños y dos habitaciones, donde pudimos disfrutar de una vez por todas de una King Size en condiciones. Todo ello con una piscina con sus palmeritas rodeándola, y es que el lujo en Las Vegas se cobra a bajo precio al concentrarse las grandes inversiones y gastos dentro de los casinos, donde el ciudadano medio piensa que se hará millonario en una sola noche y a la larga es la ciudad del mundo con el mayor índice de suicidios de turistas.

Con todo el tiempo del mundo, disfrutamos de la piscina y la tranquilidad que otorgaba el entorno antes de comprar la cena y un par de botellitas para comenzar la noche sin hacer una gran inversión. Surgieron temas del pasado, anécdotas que avivaron el ambiente y recuerdos que, a pesar de encontrarnos a miles de kilómetros de nuestros hogares y vida diaria, señalan que la tenemos presente allá donde vamos y no olvidamos nuestras raíces. La noche era joven, tuvimos alegrías y decepciones, etapas de desenfreno y otras de cansancio, vivimos cosas que creíamos de ciencia ficción y terminamos viendo el amanecer tirados en la puerta de un casino, pero lo que pasó en ese paréntesis de seis horas fue tan surrealista y fuera de lo común que, como ciertas cosas, es mejor no contar y guardárnoslas para nosotros. Comprendimos mejor que nunca ese dicho de que lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas. Pasó todo lo que os imagináis y mucho más.


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